miércoles, 20 de mayo de 2015

A la sombra de las muchachas en flor


Lo triste es que la gente tenga que estar muy enferma o haberse roto una pierna para disfrutar de la ocasión de leer En busca del tiempo perdido
 Robert Proust

El título de la obra magna de Proust pesa mucho, y probablemente ha dado lugar a discusiones sobre la naturaleza de una búsqueda que el propio narrador, al hablar de la inutilidad de la memoria voluntaria como herramienta para recuperar el pasado, condena irremisiblemente al fracaso. También es probable que otros hayan indagado sobre el significado preciso de ese "perdido", tan ambiguo en francés como en español: ¿Perdido como las llaves, o malgastado como la juventud?

Quizá en otro momento servidor se haga las pertinentes reflexiones al respecto. Hoy, sin embargo, saco a colación el título, que, osado yo, me atrevo a sugerir que es algo engañoso, por lo menos en lo que llevo leído hasta ahora. En efecto, uno puede pensar -y no le faltan razones- que el título En busca del tiempo perdido es revelador de una obra cimentada sobre la memoria, el recuerdo y el pasado. Pero si ésos son los cimientos de esta catedral literaria, lo lógico sería pensar que no es hacia ellos adonde apuntan las agujas de sus torres. Así, se me ocurre que, si bien podría decirse, sin temor a exagerar, que ésta es una novela acerca de todo, no lo es tanto sobre el recuerdo como sobre la percepción.

Los Campos Elíseos. Por ahí andarán el narrador y Gilberta

Somos lo que percibimos, y eso determina el modo en que entendemos el arte, las personas, las palabras (este aspecto está mucho más desarrollado en el tercer volumen, donde el narrador habla de las contradicciones entre el nombre de Guermantes y el portador de dicho nombre) y, por supuesto, los rostros. Cuando era niño, cursé los ocho años de primaria en cuatro escuelas diferentes, y en cada una de ellas volví a encontrarme con los compañeros de la anterior. Así lo explica Proust:

Porque estéticamente hablando, el número de tipos humanos es harto limitado para que no goce uno, sea cualquiera el sitio a donde se vaya, del placer de encontrarse con gente conocida, sin tener siquiera necesidad de ir a buscarla, como hacía Swann con los cuadros antiguos. Y así, ya en los primeros días que pasamos en Balbec tuve ocasión de encontrarme con Legrandin, con el portero de los Swann y con la misma señora de Swann, convertidos, respectivamente, en un mozo de café, en un extranjero de paso, que no volví a ver, y en un bañero.

Al igual que en Por el camino de Swann, el tema de la percepción está estrechamente relacionado con la relatividad, y de nuevo nos encontramos al respecto con un párrafo tan maravilloso como aquél de las torres que parecían moverse mientras el narrador las observaba desde un carruaje en movimiento. En este caso, el narrador, que se pasa las horas muertas mirando la línea del mar en Balbec, donde contemplará una y otra vez a las muchachas en flor, se sirve de unas flores, una mariposa y un barco.

.. me daba perfecta cuenta, con satisfacción de botánico, de que era imposible encontrar juntas especies más raras que las de estas flores tempranas que interrumpían en este momento, delante de mí, la línea del mar formando leve valladar que parecía hecho con rosales de Pensilvania que sirven de exorno a un jardín puesto en la brava ribera marina; a través de esos rosales se ve toda la extensión de océano que recorre un steamer deslizándose lentamente por la raya hrizontal que va de tallo a tallo de rosal, y tan despacio marcha el barco, que esta mariposa que se quedó entre los pétalos de una flor que ya dejó atrás el navío puede esperar tranquilamente a que sólo la separe de la flor siguiente una parcela azul para echarse a volar en la seguridad de que llegará antes que el vapor.

 El puente de Argenteuil, de Claude Monet. ¿Es éste el estilo de Elstir?

No puedo resistirme a incluir otro sublime fragmento, que tiene lugar cuando el narrador viaja en tren hacia Balbec. En este párrafo veréis mucho más que una hermosa descripción de un atardecer, mucho más que el contraste entre el cielo oscuro de levante y el encarnado poniente. Proust, sencillamente, nos está describiendo una revolución en el mundo del arte. 
Cobró vida, el cielo se fue pintando de encarnado y yo pegué los ojos al cristal para verlo mejor, porque sabía que ese color tenía relación con la profunda vida de la Naturaleza; pero la vía cambió de dirección, el tren dio vuelta, y en el marco de la ventana vino a sustituir a aquel escenario matinal un poblado nocturno con los techos azulados de luna y con un lavadero lleno del ópalo nacarino de la noche, todo abrigado por un cielo tachonado de estrellas; y ya me desesperaba de haber perdido mi franja de cielo rosa, cuando volví a verla, roja ya, en la ventanilla de enfrente, de donde se escapó en un recodo de la vía; así que pasé el tiempo en correr de una a otra ventanilla para juntar y recomponer los fragmentos intermitentes y opuestos de mi hermosa aurora escarlata y versátil y llegar a poseerla en visión total y cuadro continuo.

En Balbec conoce el narrador al pintor Elstir, quien, al decir de los entendidos, representa probablemente a un pintor impresionista inspirado en Monet, Manet o Whistler, a quien, de hecho, se hacen muchas referecencias en este segundo libro. Servidor, sin embargo, a tenor de la descripción que hace el narrador de su estilo pictórico, intuye algo más cercano al cubismo. Mi teoría se ve reforzada por la referencia que hace el narrador a la fotografía, cuya aparición la historia del arte señala como una de las causas principales del movimiento cubista. Juzgad vosotros mismos.

Desde la época en que Elstir comenzó a pintar hemos visto muchas de esas llamadas "admirables" fotografías de paisajes y ciudades. Si se intenta precisar qué es lo que denominan admirable en este caso los aficionados, se echará de ver que tal epíteto se suela aplicar a una imagen rara de una cosa conocida, imagen distinta de las que vemos de ordinario, imagen singular y sin embargo real (...) Precisamente el esfuerzo de Elstir para no exponer las cosas tal y como sabía que eran, sino con arreglo a esas ilusiones ópticas que forman nuestra visión inicial, le había llevado cabalmente a poner de relieve alguna de esas leyes de perspectiva, que entonces chocaban más porque el arte era el que primero las revelaba.

 ¿O más bien éste? (Paisaje cubista, de André Derain)

Y a todo esto, ¿qué hay de las muchachas en flor?

Esta novela, que, como ya hemos dicho, trata de absolutamente todo, es, evidentemente, también la crónica de la educación sentimental de nuestro innombrado héroe. Así, mientras Por el camino de Swann nos mostraba a un narrador que paseaba como un gato en celo por calles y caminos, y cuya experiencia del amor, por consiguiente, le llegaba tan sólo al pobre de manera indirecta, a través de Swann y su relación con Odette, en A la sombra de las muchachas en flor, como era de esperar, nuestro héroe vive de primera mano ese extraño y cruel rito de paso del ser humano consistente en la sed de contacto con otro cuerpo, sed que, a falta de algo mejor, es capaz de saciarse con su propia obsesión. Y si no estáis de acuerdo es que no habéis sido adolescentes.

Mis primeros amores eran víctimas. Cuando me fijaba en una chica, el proceso que tenía lugar dentro de mí partía de un enamoramiento súbito y enfermizo, seguido de un largo período de persecución y acoso a distancia, para por último declararle mi amor eterno a la chica, que normalmente tenía el generoso detalle de preguntarme mi nombre antes de rechazarme. De acuerdo, exagero un poco... pero muy poquito. En todo caso, si hubiera leído esta novela hace treinta años, otro gallo hubiera cantado, pues habría aprendido del narrador, quien, pese a seguir una estrategia de acoso y derribo muy parecida a la mía, da ese paso más que los cobardes no damos, e intenta por todos los medios a su alcance que las muchachas en flor se fijen en él. Y el gran paso que da es, sencillamente, el de entrar en el círculo de la persona amada.

El tema de los círculos sociales es constante a lo largo de la obra, y en no pocas ocasiones -como veremos en otro momento- observamos en algunos personajes la poderosa atracción de lanzarse sin red a un círculo sensiblemente inferior al nuestro. No es éste el caso del narrador con Gilberta, la primera de esas floridas muchachas. Gilberta es hija de Swann y Odette, y su relación con el narrador, que empezó con un encuentro fugaz en el camino de Méseglise en el que ya se advertía el carácter borde de la niña, está revestida, en apariencia, de esa inocencia que caracteriza nuestros amores infantiles, donde las cosas parecen suceder porque sí y terminar de un modo también arbitrario cuando no inexplicable. Y digo que esa inocencia es aparente, porque entre unos retozos en el parque, nos encontramos con escenas como ésta:
Ella escondió la carta detrás del cuerpo, y yo le eché las dos manos por el cuello, alzando las trenzas, que aún llevaba colgando, bien porque estuviera todavía en edad de eso, bien porque su madre quisiera hacerla pasar por más niña, con objeto de rejuvencerse ella; nos agarramos. Yo hice por traerla hacia mí; ella se resistía y se le pusieron los carrillos encendidos por el esfuerzo, rojos y redondos cual cerezas; se reía como si le hiciese cosquillas; yo la tenía bien enlazada con mis piernas, lo mismo que un arbusto al que se quiere trepar; y en medio de aquella gimnasia que yo hacía, sin que se acelerara apenas la sofocación que me causaba el ejercicio muscular y el ardor del juego, se escapó mi placer como unas cuantas gotas sudor arrancadas por el esfuerzo, y sin que me quedase ni siquiera tiempo de saborearlo; en seguida cogí la carta. Entonces Gilberta me dijo bondadosamente:
-Bueno, si usted quiere, podemos pelear aún otro poco.

¿Cómo se os ha quedado el cuerpo?


  Alfred Agostinelli, a la derecha, junto a su padre y hermano. Agostinelli, secretario de Proust y uno de sus grandes amores, fue también uno de los modelos para el personaje de Albertina

Ya vimos en Por el camino de Swann que el narrador y yo fuimos el mismo niño, pero en A la sombra..., como dos especies animales que evolucionan a partir de una misma rama, nuestros caminos se empiezan a separar. Así, mientras el adolescente que yo fui se quedó muy atrás en cuanto a madurez sentimental, el narrador desarrolla bien pronto cierto desapego un tanto cínico que yo tardé décadas en adquirir. Y es que, por utilizar el lenguaje de los traductores, se echa de ver cómo nuestro héroe no se engaña al respecto del amor eterno y la presunta y absurda unión de dos almas.

De modo -por lo menos así discurría yo entonces- que siempre está uno separado de los demás seres; cuando se está enamorado tenemos conciencia de que nuestro amor no lleva el nombre del ser querido, de que podrá renacer en lo futuro, y acaso pudo haber nacido en el pasado, para otra mujer y no para aquélla.

Cruel revelación ésta, no sólo en lo que respecta al amor sino también al lector. ¡Esa identificación con el narrador no era, pues, eterna! Al contrario, cuando su amigo Bloch lo lleva a un burdel veo con horror cómo el narrador recibe el hervor que a mí me faltaba, y que le permite desarrollar ese distanciamiento cínico que tanto me habría ayudado y que, aun así, me veo incapaz de calificar como bendito (pues no acabo de decidir si de verdad lo hubiera deseado así para mí). Claro que poco puede uno esperar que el amor sea eterno, cuando ni siquiera lo es el yo.

Como nuestra vida es muy poco cronológica y entrevera tantos anacronismos en el sucederse de los días, yo a menudo vivía en horas más viejas que las del ayer o el anteayer, en horas de mi antiguo amor por Gilberta. Y entonces me daba pena no verla, cual me ocurría en aquellos tiempos pasados. El yo que la quiso, sustituido ahora casi enteramente por otro, volvía a surgir, y más bien al conjuro de una cosa nimia que de una importante.

La playa de Cabourg, modelo de Balbec, llena de muchachas en flor

Probablemente todos hemos experimentado alguna vez en la vida esa extraña y perturbadora sensación que resulta de mirar fijamente a alguien a quien conocemos bien -y diría yo que es condición imprescindible que la persona observada no nos mire a los ojos- y ver cómo ese rostro familiar cambia de repente. La nariz toma otro perfil, los ojos dejan de sernos familiares, y la boca adopta un gesto que nunca le habíamos visto. Es como si todos los rasgos se hubieran separado por un brevísimo instante para recomponerse de un modo que queremos pensar es imperfecto, hasta que se nos ocurre que quizá sea ése, más vulnerable y envejecido, el verdadero aspecto de un rostro que hasta entonces tan bien creíamos conocer. ¿No se os ocurre que es más que probable que haya quien sea capaz de utilizar ambos "modos de ver" a voluntad? De ser así, podríamos sospechar que radica ahí, más que en el dominio del pincel, el genio de un pintor. Eso sí, de lo que no me cabe duda es que Proust sí poseía esa capacidad, y que no la aplicaba tan sólo a los rostros sino, como ya hemos visto, a los paisajes, a los sonidos, a los sabores, a los sentimientos y, desde luego, a la percepción. El personaje de Albertina, que viene a sustituir a Gilberta en la contemplación amorosa del narrador, nos brinda este colosal párrafo, que, pese a su densa carga filosófica, es claro como el agua.

Prácticamente podía tenerse la certidumbre de que Albertina y aquella joven que iba a entrar en casa de su amiga eran la misma persona. Pero, a pesar de todo, mientras que las innumerables imágenes que más adelante me ofreció la morena jugadora de golf, por diferentes que fuesen unas de otras, se superponen (porque sé que todas son suyas), y cuando remonto el curso de mis recuerdos me es posible, tras esa cobertura de identidad, pasar y repasar, como por un camino de comunicación interior, por todas esas imágenes sin salir de la misma persona; en cambio, si quiero remontarme hasta la muchacha que vi yendo con mi abuela, necesito dejar ese camino y salir al aire libre. Estoy convencido de que es Albertina la que encuentro, la misma que se paraba a menudo, entre todas sus amigas, en aquel paseo en que sus figuras se alzaban sobre la línea del horizonte marino; pero todas esas imágenes siguen separadas de la otra, porque no puedo conferirle retrospectivamente una identidad que no tenía en el momento que me saltó a la vista; y a pesar de todo lo que pueda asegurarme el cálculo de probabilidades, lo cierto es que a esa joven de las mejillas llenas, que me miró atrevidamente al doblar la esquina de la calle y de la playa, y que yo me figuré que podría quererme, no la he vuelto a ver nunca, en el sentido estricto de la frase "volver a ver".

Hay quien gusta de resumir hasta el extremo el argumento de las grandes obras de la literatura. Pues bien, con Proust, que a uno se le antoja totalmente imposible de resumir, lo cierto es que, bien mirado, lo tienen muy fácil. Porque, se preguntará el amante de las novelas con acontecimientos, ¿qué sucede realmente en A la sombra...? Pues, aparte de, como ya hemos señalado, todo, en realidad, suceder, lo que se dice suceder, sucede muy poco. Tenéis resúmenes en la wiki.




En otro momento tendremos que decir algo de la larga sombra de nuestro autor sobre la historia de la literatura. De momento, y para concluir, me permito citar una frase genial de Swann que demuestra la influencia de Proust hasta en el mismísimo Forges.

 -Odette, el príncipe de Agrigento, que está conmigo en mi despacho, pregunta si puede venir a ponerse a tus pies. ¿Qué le digo?

miércoles, 6 de mayo de 2015

Will Eisner y las reglas del juego


Las reglas del juego son dos: dinero y apariencia. El dinero te ayuda a mantener las apariencias, y la apariencia es fundamental para ganar dinero. Y si ésas son las reglas, ¿cuál es el juego? Abraham Kayn lo dice muy claro en el prólogo:

Nunca hemos sido mejores que nuestros vecinos, así que aceptamos que la única forma de mejorar era mediante el matrimonio.

¿Y por qué no? Todas las historias que oíamos de pequeños nos transmitían este mensaje. Da igual que fuera la historia, la Biblia o los cuentos de hadas, siempre ocurría lo mismo. Un gran rey o noble ofrecía la mano de su bella hija a un joven (de las clases bajas) que había realizado una gran hazaña. Generación tras generación, aceptamos esto como verdadero. Sin duda, para la gente normal se trataba de un sueño, porque el resto de formas de ascender socialmente eran más difíciles.

(...) Para nosotros, el matrimonio era, por lo tanto, un juego.

Hay mucho que ganar, sin duda, en ese juego. Y mucho que perder. Pero si pierdes, no te puedes quejar: conocías las reglas.

 Pero en Las reglas del juego, además del peligroso e hipócrita juego del ascenso social mediante el matrimonio, Eisner nos habla de un tema frecuente en su obra, como es la inmigración judía a los EEUU, su integración y su historia a la par del crecimiento y desarrollo del país. En ese sentido, la novela que nos ocupa tiene bastante en común con la magistral Contrato con Dios, que reseñé aquí. Sin embargo, en aquélla, el espacio se limitaba a un bloque de edificios, mientras que Las reglas del juego no tiene un escenario tan concreto, y de hecho sucede a ratos bien lejos de Nueva York. La Gran Manzana, no obstante, sigue siendo la Meca de todo emprendedor, o mejor dicho, de todo aquél que desee ser alguien en este mundo. Y en Nueva York, como en algún que otro lugar, los jetas pueden llegar bastante más lejos que los emprendedores.

Eisner nos muestra los avatares de la vida de tres familias judías de diferente origen y fortuna, desde finales del s. XIX hasta los años 50 del siglo pasado. Los Arnheim descienden de los muchos judíos alemanes que emigraron a los EEUU a mediados del siglo XIX. Gracias a su dedicación y talento para los negocios, Moses Arnheim creó un pequeño imperio en la industria textil y llegó a acumular tanta riqueza que se codeaba con los príncipes del comercio y la banca judeoalemana, como los Straus, los Lehman, los Goldman, los Loeb o los Guggenheim. ¿Os suenan? Este imperio fue heredado por su hijo Isidore, Izzy, que supo estar a la altura de su padre, si bien fracasó en la educación de sus hijos, Conrad y Alex. Conrad, niño mimado, sinvergüenza y vividor, es el gran protagonista de la novela, mientras que el fracasado Alex ofrece el contrapunto, al estilo de Hombre rico, hombre pobre.



Por su parte, la familia Ober es de aquellos judíos alemanes que decidieron dejar la gran ciudad y buscar su fortuna en las pequeñas poblaciones del oeste. Así Abner Ober, hijo del trapero Chaim, pasó de regentar una tienda de confecciones a ofrecer préstamos a los granjeros, para llegar así a convertirse en un acaudalado y respetado banquero. Como otros judíos alemanes, Abner es muy consciente de ciertas cosas. En la entrevista que ofrece a un periodista local, éste le dice:

-Ah...se forjó una buena reputación por su honestidad... Esto... poco habitual en los judíos.
-¡Depende de qué judíos esté hablando, señor!
-Por favor, no pretendía ofenderle... Ya sabe a cuáles me refiero... A los que vienen de Rusia... y...
-¡Ah, ellos!

Esta conciencia de clase entre los propios judíos es otro de los temas que subyacen en la obra, y se trata de una actitud todavía hoy muy habitual en el propio Israel. Así, durante la década de los 30 y la guerra mundial, cuando la fundación de la familia Arnheim propone ayudar a los judíos perseguidos y masacrados en Europa, Conrad se permite bromear:

-Cualquier cosa menos que los haga miembros del clud de campo, ¿eh?

Los Kayn representan a esos judíos de origen humilde, léase, de la Europa del este, cuya única esperanza de ascender en la escala social es mediante un buen matrimonio. Estamos en los años 50, y Aron Kayn es un bohemio que vive para la poesía. Un día conoce a Rose, la rebelde hija de Eva Arnheim. Eva, la bellísima segunda esposa de Conrad, procede de una familia judeoalemana arruinada, los Krause, y tiene muy claro que su objetivo en la vida es formar parte de la alta sociedad.



Al igual que en Contrato con Dios, o quizá de modo más acentuado aquí, la historia que se nos narra nos remite a las grandes sagas familiares de Isaac Bashevis Singer. Uno conoce a un puñado de personajes aparentemente respetables, que viven entregados a su trabajo y a la familia, pero en seguida se da cuenta de que no hay que rascar mucho para ver las miserias que se ocultan tras esas sagradas apariencias. Y dichas miserias brindan a Eisner la oportunidad de regalarnos todo un dramón, con villanos sin escrúpulos, secuestros, alguna que otra violación, un par de muertes horriblemente trágicas, y la desoladora constatación de que todo, absolutamente todo, se puede comprar con dinero, aunque nada, absolutamente nada, está completamente a salvo de la crueldad del destino.



Will Eisner está considerado uno de los maestros de la novela gráfica, cuando no su máximo representante. Aparte de su talento puramente literario, que yo insisto en comparar con Singer o Bellow, su destreza y creatividad al componer cada página ha sentado cátedra y ha influido tanto en los artistas posteriores, que a veces el lector no percibe la maestría de la composición. Esta novela, sin embargo, ha recibido algunas críticas por el modo en que el autor a veces delega en el texto escrito lo que debería expresarse de manera gráfica. Puede que sea cierto, y que Eisner haya recurrido en exceso a largos párrafos para narrar lo que en otras obras expresaba mediante imágenes. Quizá ello se deba a la más que respetable edad que tenía al escribir esta obra (84 años) o, sencillamente, a que los trapos sucios de los Arnheim y los Ober le interesaban más que la historia de sus auges y caídas. En cualquier caso, se mire como se mire, Las reglas del juego es una novela estupenda.


Will Eisner (1917-2005)
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