sábado, 27 de septiembre de 2014

Tristeza inducida


A modo de advertencia, declaro:

- Que me he pasado los últimos veinte años esforzándome con denuedo por convertirme en un cínico redomado.
- Que, en buena medida, lo he conseguido, lo cual, viniendo de donde venía, a saber, una adolescencia enfangada en cursilería pura y dura en vano maquillada como romanticismo, no deja de tener su mérito.
- Que, como una tenia que, al dormirnos, se asoma por nuestra boca, así albergo todavía en mi interior a ese parásito de infame nombre: el sentimental.

Bien.
(Pausa para tomar aliento).

Es sabido que toda lectura está condicionada por factores que van mucho más allá de las páginas del libro. Uno de ellos, posiblemente el más obvio, es la edad: todo lector que ha leído el mismo libro en dos momentos de su vida puede constatar que la relectura nos brinda una obra diferente, y no siempre mejor.

My childhood days bring back sad reflections of happy times spent so long ago ("Carrickfergus", canción popular irlandesa)

Algunos de los libros que leemos, los recordamos años más tarde en las circunstancias precisas en que nos adentramos en sus páginas. El sillón en el que leí El castillo de los Cárpatos es diferente de la mecedora en que viví El amor en los tiempos del cólera, que a su vez no tiene nada que ver con el sofá desvencijado en el que me leí, un domingo y de un tirón, las 500 páginas de Obabakoak. Naturalmente, esto  no puede suceder con todas las lecturas, pero, si uno hace un esfuerzo, es sorprendente los detalles que puede recordar de aquellas horas que pasó con un libro. El señor de las moscas, por ejemplo, lo leí por las tardes, allá en la casa familiar de Cabo de Gata, y lo sé porque recuerdo la luz del sol que entraba por la ventana del dormitorio, mientras los mayores echaban la obligada siesta. En la misma casa, pero en la pérgola, espantando moscas, y también a la hora de la siesta, la playa y el desayuno, sufrí con Winston Smith la ineludible vigilancia del Gran Hermano.


Otras lecturas quedan para siempre asociadas a una canción, a la que en apariencia nada las une, o a un acontecimiento histórico o personal. Así, el ya mencionado Señor de las moscas me trae la música de David Bowie y su Space oddity. Supongo que descubrí ambas al mismo tiempo, y también es posible que esa novela comparta algo de la siniestra epicidad de la canción. Guerra y paz la leí en el balcón de mi piso de Barcelona, durante las últimas semanas de vida de mi padre. No la recuerdo con tristeza, sin embargo, ya que aquellas horas fueron el escaso consuelo en unas semanas tan tristes y duras para la familia.

La plaça del Diamant es una de las novelas más importantes de la literatura catalana del s. XX, y lectura canónica en la enseñanza secundaria en Cataluña. No entraré aquí a discutir si es bueno obligar a los adolescentes a conocer este tipo de obras, o si sería conveniente darles más margen de elección y algo más acorde con sus supuestos intereses. Sí sé que si me la hubieran hecho leer a mí, habría sido un auténtico desperdicio y probablemente jamás me habría vuelto a acercar a Mercè Rodoreda. Desconozco la razón de por qué no nos la hicieron leer, o quizá nos limitamos a leer algunos fragmentos, no lo recuerdo. Pero en todo caso estoy convencido de que yo no hubiera visto en esta obra más que las plúmbeas tribulaciones de una jovencita tímida y bastante sosa en una Barcelona tristona y gris, donde apenas había vida más allá del barrio.


Supongo que ha sido una suerte, pues, haber pospuesto esta canónica obra hasta el momento en que he podido hacer una lectura madura (por mi edad, más que nada). Y digo "supongo" porque, pese a haber sido incapaz de soltar el libro, no se puede decir que lo haya disfrutado, sino que, más bien al contrario, esta novela, sumada a una serie de circunstancias, unas personales y otras no tanto, me ha sumido en una enorme tristeza.

Es triste, qué duda cabe, la historia de Natalia, una chica ingenua, humilde, sin estudios, huérfana de madre, que no siente demasiado cariño por su padre y su madrastra, y que una noche conoce en una fiesta de barrio a un chico apuesto e impetuoso que se propone conquistarla. Natalia se siente atraída por él, pero es su debilidad la que marca su destino. El chico, Quimet, no sólo le anuncia que en un año serán marido y mujer, pese a que ella ya tiene novio, sino que además le ordena que deje su trabajo en una pastelería, y, lo más significativo, le da el nombre por el que a partir de entonces todos la conocerán: Colometa.

Silvia Munt y Lluís Homar como Colometa y Quimet

Tras esa noche en la Plaza del Diamante, las cosas suceden como tienen que suceder y como imaginamos que sucederán. Colometa, sin embargo, no es ni se siente víctima. Tampoco es prisionera de Quimet ni de la sociedad, pese a que, es innegable, aquél, en su frívolo egoísmo y su idealismo con orejeras, y ésta, en su fría impersonalidad, más que marcar el camino que sigue nuestra heroína, la conducen por él, correa en mano, con algún cariñoso silbido y mucho chasquido de labios. Y tampoco sería preciso decir que Colometa acepta, con mayor o menor resignación, el destino que le ha sido impuesto. En inglés existe la expresión to take things in your stride, a menudo traducida como "tomarse las cosas con calma", y cuya traducción literal, "tomar las cosas al paso", se ajusta quizá más a lo que intento decir. Pues algo así es lo que hace nuestra amiga; hablar de calma o aceptación sería, por el contrario, suponer en su actitud un rencor susceptible de convertirse en rebeldía, una rebeldía que, sencillamente, no está ahí.... hasta que estalla.

La grandeza de Rodoreda en esta novela es haber logrado mostrar la riqueza y complejidad de la mente de una persona tan sencilla como Colometa, y haberlo hecho con un monólogo interior transparente y efectivo, con el rico lenguaje de la gente humilde de antaño, con una historia intemporal sobre la búsqueda de la identidad, y con las sombras de Woolf y Joyce como silenciosos padrinos.


¿Dónde están las Colometas de hoy? Hay personas en el mundo que a veces nos parecen de relleno. No tienen opinión, no toman la iniciativa, no se quejan ni se enfadan, y jamás se rebelan. Están ahí porque siempre hay alguien que necesita una esposa, un padre o un empleado. Suponemos que tienen alma y sentimientos porque los vemos hechos a nuestra imagen y semejanza, pero no estaremos seguros de ello hasta que no los veamos correr, dolerse, mesarse los cabellos o reírse a carcajadas. Y mientras buscaba en Séneca consuelo a mi tristeza, me encontré con estas palabras, que, modestia aparte, parecían confirmar las mías:

A algunos nada les gusta como meta, pero abrazan el destino del embotado indolente, de modo que no dudo de la verdad de la aseveración, dicha a modo de oráculo, del máximo de los poetas: 'Es exigua la parte de vida que vivimos'. En verdad, todo el espacio restante no es vida sino tiempo.

Quizá no era el título indicado para levantarme el ánimo. Esos estoicos.

Según doña Wiki, "los estoicos proclamaron que se puede alcanzar la libertad y la tranquilidad tan sólo siendo ajeno a las comodidades materiales, la fortuna externa, y dedicándose a una vida guiada por los principios de la razón y la virtud". No sorprende, pues, que la combinación más habitual de estoicamente acostumbren ser verbos como aguantar, resistir, soportar y esperar. La reacción de Colometa ante los acontecimientos tanto felices como trágicos de su vida parece obedecer así a la escuela fundada por Zenón de Citio, y más concretamente, a las palabras de su máximo representante, Séneca.

¿Cómo puede uno así obedecer al dios y aceptar de buen ánimo cuanto sucede, no quejándose del destino y dando una favorable interpretación a sus circunstancias, si se agita a la menor punzada de placer o dolor?

Más serio de lo que parece

Nos dicen que lo que define a un clásico es su capacidad de dirigirse a un lector a través de los siglos como si estuviera hablando ante él. En ese sentido, y en esta época rotunda y exitosamente cínica, pocas palabras tienen más validez que las del filósofo cordobés al hablar de las redes sociales:

¡A cuántos les cuesta sangre su elocuencia y preocupación cotidiana por ostentar ingenio! (...) ¡A cuántos no les queda libertad, rodeados por la multitud de su clientela!

Libertad. Colometa, insistimos, no es víctima ni prisionera. Antes al contrario, es libre. Por lo menos a la manera de los estoicos:

La libertad no la da otra cosa que la despreocupación por la suerte. Entonces surgirá ese bien que no tiene precio, la tranquilidad de la mente puesta a salvo, además de la altura de miras, el enorme gozo inmutable que viene del conocimiento de la verdad, y la afabilidad y expansión del alma, en las cuales se deleitará, no porque sean buenas, sino porque proceden de su propio bien.


My boyhood friends and my old relations have all passed on now like the melting snow

Y mientras Colometa encarnaba a un Séneca sin dinero ni elocuencia; mientras en aquella Barcelona del 37 los jóvenes se despedían de sus madres, hermanas y novias, y se preparaban para ir al frente, las televisiones de medio mundo mostraban a un hombre vestido de naranja arrodillado a los pies de un monstruo que le iba a cortar la cabeza como a un animal, ufanándose de su odio, del horror que nos iba a hacer sentir, y de la admiración y envidia de cientos, tal vez miles de locos que querrán emularlo y que intentarán empequeñecer las grandes atrocidades del s. XX. La víctima era un trabajador humanitario y padre de familia que murió el mismo día en que vi el episodio "Noches en Balligrant", de la gran serie Boardwalk Empire. Los hijos, la muerte, la infancia y los probables recuerdos de ésta en las horas, días y semanas antes de que el enmascarado levantara el cuchillo, se unieron a mi diamantina melancolía en la maravillosa y tristísima escena final de este episodio, al ritmo del clásico popular irlandés "Carrickfergus".


La versión en la serie era de Loudon Wainwright, y es la que me habría gustado poner aquí. A más de un irlandés le parece anatema que un americano entone este himno, pero a mí me emociona tanto o más que la versión de Van Morrison. Podéis difrutarla y juzgar aquí. "Carrickfergus" cuenta la eterna historia de un hombre que recuerda su infancia, sus amigos, su amor, y sus sueños. Al final de la canción se confiesa enfermo y a las puertas de la muerte, y pide a los jóvenes que lo entierren.

¡Quién estuviera
en Carrickfergus
y pasar aquellas noches 
en Balligrant!

Cruzaría
el más profundo océano,
el más profundo océano 
para encontrar a mi amada...

martes, 9 de septiembre de 2014

Libros y millas, por caridad

The Cobb, en Lyme Regis

Decía el sabio que "el viajar es un placer que nos suele suceder". A mí, como a casi todos, este placer me sucede todos los veranos, y pese al riesgo de enrutinarse (© Batboy) que uno corre al vacacionar siempre en el mismo sitio, debo decir que, de momento, sigo descubriendo siempre algo nuevo. El año pasado os hablé aquí de mi ruta habitual por la pérfida Albión. Este año dicha ruta se ramificó por aquí y por allá, e incluso se extendió hasta Londres, donde pude constatar que la capital de la Albión ya no es lo que era, en el buen sentido de la expresión.

Y es que a los ingleses, y en particular a los londinenses, se les achacan muchas cosas, empezando por su carácter frío y cerrado. Por lo menos eso dicen mis alumnos, sobre todo los que jamás han salido de España. Debe de ser por eso que las mamás del colegio de mis hijos le dicen a mi mujer:

-Tú eres muy simpática y muy abierta. No pareces inglesa.

Para añadir a continuación:

-Tu marido, en cambio, sí que parece inglés.

Pues bien, tendrán que cambiar de tópico, porque hacía tiempo que no me encontraba con gente tan amable y educada. Quizá sea que los papeles se invierten, y allí donde un españolito espera encontrar una sonrisa dispuesta a detenerse cinco minutos y estudiar nuestro mapa, por ejemplo en un ejecutivo que sale corriendo de la estación de Waterloo, podemos dar las gracias si no nos apartan de una patada. Por otra parte, allí donde el gruñido y el escupitajo no nos sorprenderían, por ejemplo, y sin ánimo de ofender, en cajeros, guardias de seguridad o conductores de autobús, el londinense es atento, servicial y nos regala una sonrisa.

Otros de los inevitables lugares comunes al hablar de Inglaterra es la calidad de su comida, algo que critican en especial los turistas que buscan en Chinatown el restaurante más tirado de precio. Debe de ser que he tenido suerte con la familia de mi mujer, porque en pocos sitios como tan bien como allí.

La Garganta de Cheddar, en las colinas Mendip, Somerset

Es decir, gente amable y buena comida. ¿Qué más se puede pedir? Pues buen tiempo, porque cuando brilla el sol, Inglaterra parece un lugar casi idílico. En verano, el esplendor de la omnipresente hierba puede llegar a deslumbrar, y la gentileza de las colinas proporciona unas vistas espectaculares de una campiña no por domesticada menos bucólica. No obstante, por muy domesticada que esté la naturaleza, en Inglaterra uno siempre la tiene cerca, y eso es algo de lo que pocos urbanitas españoles puede presumir. En su manifestación más macabra, las diferencias se presentan en la carretera: en Gran Bretaña no veréis jamás un perro atropellado pudriéndose al sol durante semanas. Los arcenes de las carreteras ingleses, por el contrario, rebosan de zorros y tejones imprudentes. Por suerte, estos animales es también fácil verlos vivos, dado que son visitantes bastante asiduos de los jardines caseros. Y mientras la caza del zorro dejó de ser legal hace unos años, hoy el objetivo son los tejones, víctimas tanto de campañas sanitarias como de dueños de perros de pelea que buscan sparring para su entrañable mascota.

Como la familia de mi esposa está desperdigada entre Somerset, Gloucesterhisre, Hampshire y Londres, al coche de alquiler le sacamos rendimiento, algo que, además, es un auténtico lujo para alguien como nosotros, que en España vivimos estupendamente sin automóvil. Y hablando de automóviles, en Inglaterra está arrasando la moda de pintar dos franjas que atraviesan el coche desde el morro hasta el trasero, pero a mí lo que me hizo gracia fue esto que me encontré en el pueblo:

¿Llegará a ponerse de moda?

Ya os conté que el año pasado encontré las huellas de Robert Louis Stevenson en Bristol, me dejé seducir por el ubicuo Laurie Lee en las Cotswold, y volví a pasear una vez más por la campiña que rodea la casa de Jane Austen. Decidí que este verano también intentaría, en la medida de lo posible, encontrar el lado literario de los sitios que visitara y así, una mis primeras excursiones paleontólogo-literarias tuvo lugar cuando llevé a mi hijo mayor a Charmouth, en busca de fósiles. Charmouth, que forma parte del Patrimonio de la Humanidad, se encuentra en la costa sur del país, conocida, por la abundancia de fósiles (no sé qué diantres voy a hacer con tantas belemnitas), como Costa Jurásica. Su vertiente literaria le viene de su proximidad, dos millas al oeste, con Lyme Regis, y otras dos al este, con Chesil Beach.


Lyme Regis os sonará a todos los que hayáis leído La mujer del teniente francés. Si sólo habéis visto  la película, reconoceréis The Cobb, como se conoce al rompeolas, pues allí sucede una de las escenas clave. El autor de la novela, John Fowles, se mudó a Lyme Regis a los 50 años, y su pasión por el lugar, donde pasó el resto de su vida, lo convirtió en su habitante más insigne. También Jane Austen eligió el pueblo para algunas escenas de Persuasión y Northanger Abbey.
Aunque Lyme Regis es un paraíso para los buscadores de amonites, alguien me dijo que el pueblo en sí no tiene nada de especial, si bien dicha afirmación es probablemente un ejemplo de comedimiento británico. De hecho, las hordas de turistas que visitan el lugar en busca de amonites o a mojarse en el rompeolas no hacen mucho caso de esas advertencias, para irritación del bueno de Fowles. A mí, qué queréis que os diga, también me hacía mucha ilusión visitar el lugar, pero cuando uno lleva la familia a cuestas es difícil justificar una excursión para ver el escenario de una novela, por lo que me quedé con las ganas. Pero bueno, ya tengo una excusa para visitarlo el año que viene: los amonites.

La playa de Chesil

En Chesil Beach, por otra parte, es más fácil reconocer los ecos literarios. Hablamos, naturalmente, de la novela de Ian McEwan, On Chesil Beach, traducida al español como En la playa de Chesil. A nadie (quiero decir a mí) se le ocurre al leer una novela con ese título que la playa en cuestión pueda tener nada de especial. Sin embargo, Chesil es una maravilla geográfica, un tómbolo que discurre a lo largo de casi 30 kilómetros de playa. McEwan se metió en una polémica cuando reveló que se había llevado algunas piedras de la playa para ponerlas en su mesa de trabajo mientras escribía la novela. Más tarde, cuando ya les hubo sacado toda la inspiración posible y las autoridades le amenazaron con una multa de 2.000 libras, las devolvió. La visita a este lugar también tendrá que esperar al año que viene.

E igual que le ocurre a Dorohty tras visitar el país de Oz, sólo después de haber recorrido carreteras de ladrillo amarillo o negro asfalto, se da uno cuenta de lo que tiene en el jardín de su casa. Así, años y años pasando al lado de aquella placa, jamás me había parado a leerla. Este verano lo hice y descubrí que en la última casa, en la linde del bosque, de ese pequeñito pueblo al norte de Wells moró el escritor Edward Montague Compton MacKenzie. Sí, ya sé que en España es un perfecto desconocido, y que aparte de la mención que hace de él Axel Munthe en su maravillosa La historia de San Michele, es difícil que nadie se haya encontrado jamás con su nombre. Pero lo cierto es que este prolífico autor escocés en su día gozó de bastante éxito en Gran Bretaña, donde hace unos años hubo una simpática y bastante popular (hasta siete temporadas) serie de televisión titulada Monarch of the glen, que estaba basada en una de sus novelas.

Sir Edward Montague Compton MacKenzie, a la izquierda, con los duques de York

No descubro nada nuevo si digo que Inglaterra es, en muchos sentidos, un auténtico paraíso para los lectores. Como ya comentasteis algunos en mi entrada sobre la biblioteca más pequeña del mundo , en Inglaterra al libro se le respeta. Tanto es así que a la entrada de algunos edificios es normal que haya una librería donde los residentes se sirvan de lecturas, costumbre que se podría comparar con el agua bendita a la entrada de la iglesia. Además de ese respeto reverencial a la palabra escrita, el lector tiene en el Reino Unido incontables placeres al alcance de la mano. Por mencionar sólo unos poquitos, los paisajes donde se sitúan las obras de las Brönte, Austen, Dylan Thomas, o los poetas románticos apenas han cambiado, y las casas donde vivieron están abiertas al público; uno puede ver representada una obra de Shakespeare en una réplica exacta de The Globe situada prácticamente en el mismo lugar que el original; las calles, pasillos y aulas de Oxford y Cambridge resuenan con las pisadas de centenares de autores que pasaron  por allí; en la campiña de Wessex, región que ha adoptado el nombre que Hardy le dio, se tiene la sensación de que tras aquel roble nos vamos a encontrar con Judas el Oscuro; y, en fin, si uno se pone a enumerar autores y novelas que habitan las calles de Londres nos pueden dar aquí las tantas.

No soy el único. Botín de otro bloguero tras un saqueo de las charity shops

Pero para el lector compulsivo Inglaterra esconde también un tesoro no tan conocido: las charity shops, es decir esas tiendas administradas por voluntarios y nutridas de las donaciones del respetable, que tienen como finalidad recaudar fondos para una buena causa. De ellas, en España todos conocemos Oxfam, aunque yo no he visitado ninguna de sus tiendas aquí y desconozco si son un buen lugar para adquirir libros baratos. En Inglaterra, insisto, uno puede encontrar auténticas joyas por un precio, pues eso, de caridad.
Este año he tirado de las charity porque el peregrinaje a The Bookbarn no resultó tan fructífero como en otras ocasiones. Supongo que se debió a que llegué una hora antes de que cerraran, y, francamente, hace falta un poquito más de tiempo para cerner un millón de libros y encontrar la pepita de oro. No obstante, me hice, entre otros, con los siguientes:

The fall and rise of Reginald Perrin, de David Knobbs, esa historia que recordaba de mi infancia como una comedia hilarante y que resulta ser de un humor bastante amargo.

- Little Wilson and big God, la primera parte de las memorias de Anthony Burgess, un genio nunca debidamente reconocido. Hace años leí la apasionante segunda parte, y me quedé con la imagen de un erudito con maneras de estibador marsellés. Su infancia y juventud prometen.

- The seven pillars of wisdom, que narra las memorias de T.E. Lawrence, el de Arabia, en la Rebelión Árabe contra los otomanos. Este libro era mencionado en varias ocasiones en el libro de Robert Kaplan Fantasmas balcánicos. Desgraciadamente, mi búsqueda de Black lamb and grey falcon fue infructuosa.

Y todos por una libra.

¡Qué catedral ni que...! A mí déjame con Roald dahl

Por su hermosa y conocidísima catedral, Wells tiene el rango de ciudad y el honor de ser la más pequeña de Gran Bretaña. Hay que decir que se trata de una ciudad bastante aburrida, en la que, aparte del cine, los pubs y los conciertos en la Catedral,  poco más se puede hacer. Perdón, me equivoco: también se puede comprar libros.
La High Street de Wells no tendrá más de ciento cincuenta metros. Pues bien, en ese pequeño tramo uno puede encontrar seis o siete charities (Cancer Research, British Heart Foundation, Save the Children, y otros), y si se aventura allende la zona turística (es decir, si camina veinte metros más), encontrará todavía un par más. Algunas de las piezas que me cobré:

- Jerusalem, del gran historiador Simon Sebag Montefiore, de quien hace un tiempo leí su fascinante biografía de Stalin.
-
  Nicholas and Alexandra, del no menos grande Robert K. Massie. Se me cae la baba sólo de pensar cómo va a contar la historia del último de los zares quien tan bien contó la de Pedro el Grande.

Y no contento con ello, aprovechando el bueno tiempo, fui en dos ocasiones al mercadillo de los miércoles, donde, todo a una libra, compré:

-What am I doing here, viajes y reflexiones de Bruce Chatwin. Y es que, por culpa de Magris y Kaplan, creo que voy a entrar en una fase de libros de viajes.

- La vida nueva, de Dante, que nunca está de más tener en casa.

- The lost heart of Asia, de Colin Thubron, viajes por las exrepúblicas asiáticas soviéticas. De este autor tengo esperando desde hace años En Siberia.

- Attila the Hun, de John Man, una biografía también muy prometedora.

Las cuevas de Wookey Hole, a cinco minutos de Wells

Cada vez que vamos a Hampshire, pasamos junto a Stonehenge. Por lo visto, desde hace tiempo se habla de construir una carretera alternativa que no estropee el paisaje. No sé, la verdad es que la actual pasa a una distancia bastante respetuosa del monumento y proporciona una perspectiva que, si bien es prosaica y poco espiritual, no deja de ser original y a veces hermosísima. El problema, pues, en mi caso, es que lo he visto tantas veces que me daría una enorme pereza pagar y hacer cola para, al fin y al cabo, sufrir un severo anticlímax. De todas formas, este año, al volver a Somerset, gracias al sol de la tarde y a la caravana que había en la carretera, pudimos recrearnos en una vista preciosa, muy parecida a ésta.


Este año me dije que era una vergüenza pasar veinte veranos viendo Glastonbury Tor en el horizonte desde casa de la suegra, y no haberla visitado ni una sola vez. Así que al coche y en veinte minutos llegamos a ese pueblo tan bonito lleno de hippies y druidas. Glastonbury Tor es una colina coronada con una torre medieval, mencionada en las leyendas artúricas y relacionada con la mitología celta que en alguna otra ocasión ya ilustré con una foto. Hay que hacer hincapié en que la Tor es la colina y no la torre en sí, pues la palabra, que viene del inglés antiguo, significa precisamente "peñón" o "colina".

Glastonbury también tiene su ración de charities y librerías de viejo, pero con un excesivo predominio de temas esotéricos. Ello no obstante, en la Oxfam del lugar encontré un libro del que jamás había oído hablar, pero que, a priori, tiene todo lo que me interesa:

- Nine suitcases, de Béla Zsolt, las memorias de un judío húngaro durante la persecución nazi.

Glastonbury Tor se ve a muchas millas a la redonda debido a que se encuentra en medio de los Somerset Levels, algo así como los llanos de Somerset. Al norte de Wells, y de hecho prácticamente en el escarpado jardín de mi suegra, empiezan las Mendip Hills, unas colinas en las que no abundan los fósiles pero sí monedas y artefactos romanos y anglosajones, aparte de una escurridiza pantera negra que regularmente llena las portadas del periódico local. Una hora y pico de carretera hacia el norte y llegamos a casa del suegro.

Minchinhampton, otro pintoresco pueblecito de las Cotswolds

Me gusta creer que mi entrada del verano pasado no cayó en saco roto, y que la sorprendente cantidad de turistas españoles que encontré este año en Nailsworth viajó hasta allí siguiendo mi estela y la de Laurie Lee. Como ya os comenté en aquella entrada, Nailsworth es una ciudad pequeña, bonita, tranquila, y un lugar ideal para explorar las Cotswolds. Pero además, Nailsworth también tiene su librería, sus charity shops y una pequeñísima y excelente librería de viejo. En esta última, compré:

- King Harald's saga, una preciosa edición de Penguin Classics para seguir con mi exploración de las sagas vikingas.

Pero también encontré algo más difícil de hallar que cualquier fósil:

- Men in prison, del viejo conocido de este blog, el imprescindible Victor Serge. Sé que es imposible que este libro esté a la altura de El caso Tuláyev, pero es que hay lecturas que a uno le dejan con unas insaciables ganas de más.


En la charity Emmaus, de precios insultantes, encontré los siguientes, entre otros:

- Black dogs, de Ian McEwan, que ya he leído y quizá reseñe un día de éstos.

- Rubicon, de Tom Holland, y es que la historia de Roma da para tantas lecturas.

- A time of gifts, de Patrick Leigh Fermor, otro recorrido Danubio abajo, como el de Magris, pero nada menos que a pie y en 1933. Entusiasmado por este autor antes de haberlo leído, gracias a las constantes referencias en el libro de Kaplan.

- The last summer, novelita de Boris Pasternak en Penguin Modern Classics. Una joyita de edición que me llevé por 50 peniques (lo mismo que casi todos los demás).

- The fall of the stone city, de Ismail Kadaré. Nuevecito.

- Waiting for the dark, waiting for the light, de Ivan Klíma, una novela de este autor checo situada en el antes y el después de la caída del muro.

Arlington Row, en Bibury

Volvemos del Cotswold Wildlife Park, una especie de zoo en el que, a diferencia de los zoos habituales, los animales tienen sitio para moverse. El recinto de los rinocerontes, por ejemplo, ocupa un área casi tan grande como todo el zoo de Barcelona. Aunque estamos cansados, el lujo de disfrutar de un coche nos permite pararnos en un pueblecito minúsculo y pintoresco, que por la mañana nos ha sorprendido por la abrumadora presencia de turistas japoneses. Aparcamos y nos bajamos del coche. El pueblecito en cuestión se llama Bibury, y por figurar en el interior de los pasaportes británicos, resulta que es el pueblo más fotografiado del mundo. Vaya chorrada, ¿no? El caso es que es verdaderamente bonito, y la afluencia de turistas japoneses se debe, por lo visto, a que allí se alojó el Emperador Hirohito en su viaje por Europa. Una de las mayores atracciones de Bibury es Arlington Row, donde se pueden ver las casas habitadas más antiguas de Inglaterra. Una Inglaterra de postal, sí, y de cine, pero también un lugar ideal para descansar y pasear junto al río.

¿Empapelaríais así una habitación?

Cuando era pequeño, tenía un disco en formato sencillo con el cuento de "El lobo y los siete cabritillos", y me pasaba las horas muertas escuchándolo una y otra vez en el picú (uy, qué manera de revelar mi edad) de mis tíos. Hoy los tiempos han cambiado, y aunque mis niños no entenderían que me pudiera entusiasmar haciendo rodar 30 veces al día el Cinexin para ver a Pluto y Goofy dándose porrazos, lo de escuchar una y otra vez historias en el CD sí forma parte ya de su educación literaria. No sé si este tipo de audiolibros es muy frecuente en España; en Inglaterra, donde el mercado de libros de audio es vastísimo, son algo muy habitual. Y si además entre los narradores uno se encuentra con actores como Stephen Fry, pues para qué vamos a seguir.

Stephen Fry leyendo a Roald Dahl

Así, puedo enorgullecerme y me enorgullezco de que mis hijos no tienen PSPs ni reproductores de DVD, y que en los viajes que hacemos en coche se quedan calladitos, embelesados, escuchando, por ejemplo, historias de Los Cinco, de Enid Blyton; The enormous crocodile, de Roald Dahl, con la voz del ya mencionado Fry en una interpretación divertidísima; "El soldadito de plomo", con Stephen Mangan (gran actor y frecuente colaborador de Armando Iannucci), o al autor Michael Morpurgo leyendo su historia "This morning I met a whale". ¿He dicho que los niños se quedaban calladitos? Pues teníais que haber visto a los mayores.

Una de las consecuencias de mi pillaje legal en las charities es que, cuando llegamos a Londres, no nos quedaba sitio en las maletas para más libros. No me quedó, pues, más remedio que hacer el turista. La verdad es que, aunque he estado siete u ocho veces en Londres, ésta ha sido la primera en que, por decirlo de alguna manera, me he apropiado de la ciudad. Y con eso quiero decir, sencillamente, que la he hecho mía, que he conseguido hacerme un mapa mental y verla como un todo, más que como una serie de monumentos aislados. Hemos tenido la fortuna de alojarnos en la casa de la bisabuelastra de los niños (mi esposa tiene una familia un tanto complicada), un lugar maravilloso situado en Belsize Park y a cinco minutos de Primrose Hill. Un par de fotos de la casita:


Y aparte de callejear por el Londres más fotogénico y vocinglero, hubo también momentos para el recogimiento espiritual. Hace unos años asistí a un servicio religioso en la sinagoga de Belsize Square, y este año el desafío era hacer lo mismo con los niños, de 9, 7 y 5 años, tarea nada fácil cuando, por si fuera poco, más de la mitad del servicio se oficia  en hebreo. Belsize Square Synagogue, fundada en 1939 por refugiados y exiliados de Alemania, es una sinagoga única en el Reino Unido, ya que es completamente independiente tanto de movimientos ortodoxos como reformistas. El servicio acostumbra combinar el sermón del rabino con preciosos cantos litúrgicos. No se eluden las cuestiones más peliagudas del judaísmo en la actualidad ni se evitó en esta ocasión la actual situación en Gaza. Mi hijo mayor se aburrió como una ostra, la mediana recibió junto a otras niñas la bendición, y la pequeña se quedó dormida en primera fila, casi a los pies del rabino.

Paseo desde Primrose Hill hasta Piccadilly. Un aplauso por mi hija pequeña

Cuando uno lo pasa tan bien en Inglaterra y se desenvuelve sin ningún problema, es inevitable quedarse con una impresión quizá algo irreal del país. Supongo que por suerte, yo ya tengo la experiencia de haber vivido allí unos años, y sé que, cuando acaba el verano y empieza uno a trabajar, los pequeños inconvenientes de la vida cotidiana se convierten en obstáculos muy grandes. No obstante, el contraste entre un país donde la administración es amable y, sobre todo, razonable, y un país de pandereta donde prima el enchufismo y el ciudadano no tiene ningún derecho ante los organismos públicos, puede llegar a ser abrumador. Y este año el contraste ha sido tan duro que, por primera vez en muchos años, nos planteamos volver a Inglaterra. Dejad que os ponga un par de ejemplos: cuando viví en Mánchester, trabajé por cuenta propia unos meses, pero mi ignorancia y mi pereza hicieron que descuidara el pago del correspondiente impuesto. Cuando recibí la multa, envié una carta a la administración explicándoles el caso y pidiéndoles que fueran comprensivos. Y lo fueron. ¿Podéis imaginar algo remotamente parecido en España, donde, si te equivocas al entregar un documento en una oficina, arrugan el morro y te dicen "esto qué es", al tiempo que lo sujetan como si fuera papel higiénico usado?

Otro ejemplo podemos encontrarlo en el transporte público. En Londres, los niños menores de 10 años (o 12, ahora no recuerdo) no pagan. Pasan y ya está. ¿A que parece fácil? No para TMB, el transporte metropolitano de Barcelona, donde uno tiene que enviar fotocopias, solicitudes, ese documento prehistórico y franquista llamado libro de familia y, por supuesto, la tasa de 36 euros por niño, para que, al cabo de un mes, tengan el detalle de enviarte la tarjeta infantil. La administración pública en Gran Bretaña está al servicio del ciudadano; en España está al servicio de la burocracia.

Podría seguir con muchísimos más ejemplos, muchos de ellos sobre asuntos bastante más graves, pero qué os voy a contar que vosotros no sepáis ya. Y la entrada sobre un verano tan estupendo no merece acabar con un tono amargo. Así que ¡salud, leche fresca y caridad!



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