jueves, 21 de noviembre de 2013

Ruslán y Liudmila



Existen pocos países que sientan una devoción tan absoluta por un autor nacional como la que sienten los rusos por Pushkin. No se puede comparar esta devoción con la gloria de esos profetas llamados Cervantes, Shakespeare, Twain o Balzac en sus respectivas tierras, pues siempre habrá algún español que se enorgullezca de no haber leído el Quijote, o un inglés que piense que Shakespeare es un muermo. Pushkin, pues, de quien se dice que renovó, o, yendo aún más lejos, fundó la lengua literaria rusa, hizo en realidad algo mucho más difícil: unir a crítica y lectores a lo largo de dos siglos, y contando, en el elogio más superlativo a toda su obra.

Es habitual que, al hablar de Alexandr Serguéyevich, en primer lugar se recuerde que murió en un duelo, y en segundo lugar, se lamente que sólo se hable ruso en Rusia, pues eso, dicen, nos priva de apreciar los versos de nuestro bardo en todo su esplendor. No sorprende, por tanto, que su popularidad fuera de Rusia se deba más a sus relatos, algunos tan conocidos como "La dama de picas", sus novelas en prosa, como La hija del capitán, o a su gran novela en verso Eugenio Oneguin, en la que argumento, personajes y el espíritu del romanticismo compensan la pérdida de la magia del verso ruso. No nos paramos a pensar que poco contribuye a la popularidad de Pushkin la ignominiosa ausencia de obras como Ruslán y Liudmila en nuestro mercado editorial. En efecto, si los datos no me engañan, no existe ni una sola traducción de esta obra al español.

Frontispicio de la primera edición

El Pushkin que escribió Ruslán y Liudmila era poco más que un mozalbete lenguaraz, mujeriego, amante de la juerga, y con el descaro del niñato que, además de pertenecer a la alta aristocracia, tiene una formación humanística que ya quisiera para sí más de un catedrático de nuestras universidades. En el Liceo Imperial de Tsárskoye Seló, nuestro héroe no hizo sino consolidar su conocimiento de los clásicos que ya había iniciado desde niño en la inmensa bilioteca de su padre. Y como no sólo de Virgilio, Dante y Byron vive el poeta, su abuela materna, una humilde campesina, le había abierto desde la cuna la imaginación a la magia de los cuentos populares rusos.

Algunos de los motivos más populares de esos cuentos están ya presentes desde el mismo prólogo, que se nos antoja más bien una dedicatoria a ese mundo mágico de cabañas sobre patas de gallina, baba-yagas viajando en sus morteros, lobos, rusalkas y un gato atado con una cadena a un roble, al que da vueltas y vueltas, y le cuenta al poeta la historia que viene a continuación...

La imagen más emblemática del Ruslán

Digamos de entrada que el поэмa ruso abarca un terreno diferente del poema español. Un поэмa es una larga narración en verso, mientras que lo que nosotros solemos entender como "poema", en la lengua de Putin suele llamarse стихи, es decir, versos. Pushkin fue un genio en ambas formas, pero, volviendo a la difiucltad de traducir poesía, es cierto que la belleza, el ritmo, la creatividad y la sorprendente sencillez de sus versos sólo la pueden disfrutar al cien por cien los hablantes nativos.

Los pechenegos masacrando a las huestes de Sviatoslav I de Kiev

Así pues, dividido en seis cantos, Ruslán y Liudmila es el primer поэмa de Pushkin y está considerado un cuento de hadas épico. La historia, situada en esa fascinante época que fue la Rus de Kiev y durante el reinado de Vladimir el Grande, se abre en el palacio de éste, donde se celebra la boda de Liudmila con el gallardo y apuesto guerrero Ruslán. El matrimonio, sin embargo, no puede tener peor comienzo, pues justo cuando Ruslán, arma en ristre, se dispone a consumarlo, una extraña presencia llena la habitación y entre rayos y centellas se lleva a Liudmila y deja a nuestro héroe con dos palmos de... narices. No es de extrañar que, aparte de las críticas que cuestionaban su estilo y temática, la obra fuera recibida entre acusaciones de obscenidad.
Con la desaparición de la dulce y virginal Liudmila, comienza la aventura de Ruslán y otros tres guerreros llamados Rogday, Ratmir y Farlaf, y comienza, sobre todo, la aventura del lector. Una vez más, nos encontramos con un clásico aparentemente soso y dulzón, valga la contradicción, y que en realidad es un polvorín de magia, acción, fantasía y un surrealismo que llega a ser casi grotesco.

La bruja Naina se aparece a Farlaf

Pushkin se inspiró para esta obra en, por decirlo en una palabra, todo. Todo lo que había leído, desde los clásicos griegos y latinos hasta la literatura rusa contemporánea, pasando por las obras de Byron o Voltaire, sale a relucir en esta extraordinaria parodia, porque, en esencia, eso es lo que es. Lo que más destaca en ella, no obstante, es la parodia de las obras de caballerías, sobre todo del Orlando Furioso. Este tipo de obras, con caballeros andantes, doncellas prisioneras y perversos brujos, gozaba de cierta popularidad en la literatura de la época, pero Pushkin añadió algo hasta entonces inédito en esos tristes intentos de épica pergeñados por sus contemporáneos rusos: el humor. Ruslán y Liudmila está preñado de humor, ironía y autoparodia desde el primer hasta el último verso, y, como suele suceder con las grandes obras clásicas, es una obra de lectura fácil, apasionada e, insisto, divertida.

Preciosas escenas de la versión cinematográfica de la obra, de 1972

La incontenible fuerza visual del Ruslán ha creado imágenes inmortales que todo ruso conoce. Una de ellas es esa cabeza gigante que Ruslán se encuentra en un campo de batalla. Sorprendido, pero no mucho, el héroe le mete la lanza por el agujero de la nariz para hacerle cosquillas. A continuación escucha maravillado su trágica historia y jura venganza. Otra de esas imágenes emblemáticas podría ser cualquiera de las intervenciones de Chernomor, el perverso mago enano. Desde su entrada en escena, cuando una fila de sirvientes negros entra en el dormitorio de Liudmila transportando sobre unos cojines la barba de Chernomor, tras la cual aparece su dueño, hasta el impagable duelo entre Ruslán y el enano, con éste volando por los aires y el héroe agarrado a su barba, y que podéis ver en la primera ilustración de esta entrada, pasando por Ruslán llevándoselo metido en su faltriquera, esta obra rebosa imágenes icónicas en la cultura rusa.

Vladimir el Grande, Gran Príncipe de Kiev

Aparte de toda la historia de la literatura occidental y rusa, la otra gran fuente de inspiración en esta obra de fantasía es, curiosamente, la historia. Así, por ejemplo, los nombres de muchos de los personajes están sacados de la Historia del estado ruso, de Karamzin, del mismo modo que algunos de los hechos narrados tienen una incuestionable base histórica. Entre éstos destaca el asedio a la ciudad de Kiev por parte de los pechenegos, que tuvo lugar en repetidas ocasiones hacia finales del primer milenio. Los pechenegos eran un pueblo seminómada que hablaba una lengua emparentada con el turco, y que habían ido avanzando desde Asia central hasta  Bulgaria, Hungría y Ucrania. Sus enfrentamientos con la Rus fueron constantes, y se dice que tras matar a Sviatoslav I de Kiev, padre de Vladimir I, personaje del Ruslán, se hicieron un cáliz con su cráneo. La escena final del poema se centra en la lucha de Ruslán contra los pechenegos que asedian la ciudad.

Pushkin recitando ante Derzhavin

Hablaba más arriba del Pushkin que escribió Ruslán y Liudmila, que era un hombre muy diferente del hombre que escribió el epílogo, varios años más tarde. El joven poeta apasionado, amante del vino, del juego, de la risa y de las mujeres se ha convertido en un hombre maduro, con no menos pasión pero sí con la carga del desencanto encima. Pushkin, que siempre combinó su innata rebeldía con su proximidad al zar, y a quien de hecho el zar mismo protegía y censuraba, había visto a algunos de sus amigos ejecutados o exiliados por haber tomado parte en la Revuelta Decembrista de 1825. Ahora, lejos de los salones de Petersburgo, donde antaño deslumbrara a todo el mundo literario y sedujera a todo el mundo femenino, desde una curva del Cáucaso, triste y solo el poeta recuerda a la última rubia que vino a probar el asiento de atrás.



miércoles, 6 de noviembre de 2013

¿Cuándo se jodió la URSS, vampirito?

Instituto de Lengua Rusa Pushkin

La memoria es un instrumento muy rudimentario y poco fiable. Los recuerdos de nuestra juventud nos llegan hoy tamizados por los años, endulzados por la nostalgia, y distorsionados por el hecho de que la persona que los vivió nos parece hoy prácticamente un extraño. Y han pasado ya 24 años de mi viaje a la Unión Soviética.

Al buscar información sobre algunos hechos que voy a mencionar en esta entrada, me he encontrado con datos que contradicen mis recuerdos. Respecto al rublo de oro, por ejemplo, sólo he encontrado referencias a los tiempos del zar. Y sin embargo, yo estoy convencido de que había algo llamado rublo de oro, que nos benefició enormemente en un momento muy concreto. Asimismo, no he encontrado ninguna referencia a la retirada de los billetes de 50 rublos, que a tanto ahorrador en negro perjudicó, y que nosotros supimos aprovechar para dejar bien alta nuestra reputación como país de pícaros. De la misma manera, el nombre del embajador español que yo recuerdo no se parece nada al que nos indica wikipedia.


A estos datos, supongo que incuestionables, que ponen en evidencia la escasa solvencia de mi memoria, hay que añadir que muchas de las cosas que hicimos parecen, con el recuerdo, haber sido guiadas por una especie de mano de santo. Estoy convencido de que, en los aspectos prácticos de la vida cotidiana, pocas veces me vi en la tesitura de tener que tomar una decisión importante, pues siempre había alguien con más experiencia o más información, que me inidicaba los pasos que había de tomar. Dado que soy un auténtico pardillo, aún me asombro al pensar que no cometí ninguna metedura de pata gorda, no me robaron, no me timaron y no me arrestaron. Bien mirado, sin embargo, podría decirse que esa sensación indica que, en los pocos meses que estuvimos allí, todos conseguimos integrarnos plenamente en aquella vida de privaciones, caótica, bañada de gris y que me empapa de nostalgia cada vez que la recuerdo.
Así que disculpad los más que posibles errores factuales y permitidme que me ponga medio lírico en un par de ocasiones.

Partida
Desde un camino forestal cerca de Premià, a través de los cristales empañados del coche vimos cómo el cielo empezaba a teñirse de rosa sobre el mar. Levantamos el respaldo de los asientos, puse el coche en marcha y fuimos en silencio hasta su casa. Aparqué. Después de un largo silencio, nos dimos un último beso. Entonces, en un susurro prácticamente imperceptible, S. me dijo:
-Te quiero.
En diez días, se iba a vivir a Alemania, donde la esperaba su novio. En una semana, yo me iba a la Unión Soviética, donde me esperaba quién sabe qué. S. había intentado varias veces poner fin a la relación, pero a base de insistir o de poner morritos, yo siempre conseguía que cediera. Quizá mi vida hubiera sido diferente si aquella madrugada le hubiera respondido de otra forma. Pero también podría haber acabado todo diez minutos más tarde, cuando, de vuelta a Barcelona por la N-II, me caía de sueño al volante. Naturalmente, en aquel momento, y a mis 21 años, no pensé en las vueltas que podrían dar nuestras vidas. Así que simplemente, en uno de mis ataques de sinceridad y no sin cierto afán de sacrificio, decidí que lo mejor para los dos era hacer, literalmente, oídos sordos a su declaración.
-Adiós -le dije.

Lo dicho. Apenas una semana más tarde, subía, junto con siete u ocho compañeros de mi clase de ruso, a un avión de las líneas aéreas rumanas que nos había de llevar a Moscú, con escala de día y medio en Bucarest. De las impresiones de aquella brevísima estancia ya dejé constancia al final de esta entrada.

Unión Soviética, 1990
A finales de aquel año, la mayoría de la población de la URSS encaraba cada día como una operación de supervivencia. Los afortunados que tenían una bolsa de plástico salían pertrechados de ella a buscar alguna cola. Dichas colas eran completamente erráticas, aparecían y desaparecían como los ojos del Guadiana, y no era raro que se formara una para comprar, por ejemplo, jabón en una tienda de sombreros. Pero en todo caso, no había error posible en el binomio cola = artículo de primera necesidad que dentro de dos horas se habrá agotado.


No hay sitio aquí para explicar por qué la Unión Soviética que me esperaba se encontraba al borde del colapso. Entre otras muchas razones, es sabido que el país no pudo aguantar el ritmo que Reagan había impuesto a la carrera armamentística. Dentro del país, la corrupción había hecho que muchísimos productos, tanto de lujo como de primera necesidad, no llegaran a entrar en las redes de distribución y pasaran directamente al mercado negro. Era cada vez más evidente la imposibilidad de mantener a la población en la ignorancia respecto a la vida en occidente, y las historias sobre la decadencia moral y la miseria que reinaban en el mundo capitalista hacía décadas que no se las creía nadie. La gente había podido soportar la falta de libertad y la calidad de los artículos de producción soviética mientras las tiendas estaban abastecidas, pero había llegado un momento en que el orgullo de ser una supuesta superpotencia no bastaba para compensar a la población por las privaciones que pasaba. "Libertad, sí, muy bien, pero para comer ¿qué?", oí rezongar a más de un taxista.

No obstante, todo esto era muy reciente. Los acontecimientos, inevitables o no, se habían precipitado con la llegada al poder de Gorbachov, tan denostado en la URSS como admirado en occidente. Así, justo es reconocer que la vida que yo conocí era muy diferente de la que habían vivido los ciudadanos soviéticos hasta hasta hacía pocos años.

Mathias Rust y su avioneta, en plena Plaza Roja

La caída en picado de aquel gigantesco imperio estuvo marcada por sucesos a veces trágicos, otras veces casi ridículos, ocurridos con sorprendente regularidad a lo largo de los sies años del mandato de Gorbachov. El creador de la perestroika llegó a la dirección del PCUS en 1985. Casi lo primero que hizo fue admitir el estancamiento de la economía soviética y poner en marcha una serie de reformas económicas con el fin de reconducir la situación. Un año más tarde tenía lugar el desastre de Chernóbyl, de proporciones colosales, y que ponía en evidencia, entre otras cosas, las terribles consecuencias internacionales de la política de encubrimiento y censura soviéticas.
En 1987 tuvo lugar un incidente aparentemente menor, pero muy representativo de lo que estaba ocurriendo. Un aviador alemán llamado Mathias Rust consiguió burlar las defensas antiaéreas del segundo ejército más poderoso del mundo y aterrizar en la mismísima Plaza Roja. Este incidente le vino de perlas a Gorbachov, que lo aprovechó para deshacerse de su ministro de defensa, del comandante de defensa antiaérea, y depurar el ejército de todo quisqui antiglasnost y antiperestroika que se le había puesto por delante. Hasta 2.000 se cargó el tío.
Un año más tarde, estallaba el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por la región de Nagorno-Karabaj. Las repúblicas se subían a las barbas del Kremlin. Lo impensable se iba convirtiendo en posible, probable e inevitable. Y por fin, en 1989, caía el muro de Berlín.

Primeras impresiones
Llegados a Moscú, lo primero de lo que nos dimos cuenta es que, después de tres años de nueve horas de ruso a la semana, no entendíamos nada. Éramos capaces de traducir notas de prensa de la agencia TASS y fragmentos de discursos del PCUS, por lo que, si hubiera ido a recibirnos el Ministro de Exteriores o el Presidente de este o aquel Sóviet, quizá nos hubiéramos enterado de algo. Pero lo cierto es que en la Escuela de Traductores no nos habían preparado para entender al miliciano que controlaba los pasaportes, al pseudo taxista que nos llevó a la residencia, ni al conserje que nos asignó las habitaciones. De hecho, no sabíamos ni decir "hola". Zdravstvuite es el saludo formal. El informal priviet no lo habíamos oído nunca.


Primeras dos o tres semanas, en las que los ocho o diez españoles vamos descubriendo la ciudad juntos. Extiendes un brazo y el primer conductor que pasa se detiene. Diez rublos al centro. Conductores que guardan los limpiaparabrisas en el interior del coche, y los colocan cuando empieza a llover. Mujeres con dientes de oro. Muchos. Gafas con más pasta que cristal. Desesperada búsqueda de una shapka para mi cabezón; tuve que comprar tres, las dos primeras me dejaban un surco en la frente y me apepinaban la cabeza. Servicio de metro espectacular, columnas con sus capiteles y todo, esculturas y pinturas en las estaciones. En supermercados y librerías, las cajas registradoras son la excepción. Todas las cajeras utilizan ábacos. Y mueven los dedos a una velocidad de vértigo.

Clases
Apenas recuerdo a cuatro de nuestros profesores. En primer lugar, estaba Grigori, a quien ya mencioné aquí. Grigori era nuestro profesor de literatura, y consiguió que por lo menos yo no haya olvidado jamás el nombre de Zóschenko. Sin embargo, más que hablar de autores soviéticos, con él lo que más nos gustaba era oírlo despotricar, dentro de los límites de lo razonable, claro está, contra el sistema. El pobre Grigori, que debía de tener alrededor de 40 años, parecía un hombre prematuramente derrotado por la vida, y sólo ahora, con el régimen soviético tambaleándose, se veía capaz de sacar de dentro toda aquella rabia acumulada. La glasnost había permitido la aparición de publicaciones independientes, y la recién adquirida rebeldía de Grigori se expresaba, por ejemplo, en forma de encendidos elogios a Aргументы и факты, es decir, Argumentos y Hechos, al que definía como el mejor periódico del país. Puede sorprender, en una persona culta, esa admiración por una publicación como ésta:


... pero claro, toda la vida leyendo el Pravda tiene que tener sus consecuencias.

Teníamos también una asignatura de pronunciación, impartida por una profesora joven, guapísima y muy competente; una de conversación, por otra profesora excelente, y una asignatura llamada страноведение (stranovedenie), que consistía en algo así como el estudio de la organización política y administrativa del país, y que era absolutamente soporífera. La impartía un profesor soso y desmotivado que era capaz de dormir a las ovejas. Eso sí, stranovedenie me brindó, en el momento del examen final, un momentito de revancha. Sucedió cuando el profesor, que había decidido hacernos un examen oral, preguntó a R.
La convivencia durante meses en una misma habitación puede tener graves consecuencias para la amistad, y algo de esto hubo entre R y yo. Por eso, no pude evitar el regodeo cuando mi antiguo amigo fue incapaz no ya de responder, sino ni tan siquiera de entender las preguntas del profesor. Éste, sin embargo, debía de sentirse piadoso aquel día, y decidió darle a R una última oportunidad.
-Acércate al mapa.
R así lo hizo.
-A ver, señálame Armenia.
Con titubeante determinación, mi compañero estampó el dedo en mitad de Hungría.
-Hay que estudiar más -dijo el profesor.

Mustafá
El Pushkin era una ciudad vertical. En sus catorce inmensas  plantas vivían todo tipo de nacionalidades, culturas y estilos de vida juntos, pero no revueltos, y en ocasiones los estudiantes tenían que compartir espacio con seres de otro planeta. Así, en nuestra habitación vecina, con baño compartido, teníamos al norcoreano Song, un tipo solitario y discreto, al que era difícil arrancar dos palabras, y al que hoy me comería a preguntas.
En otras habitaciones vivían familias, padre estudiante, madre estudiante, y niño nacido en el Pushkin, como quien dice. Y hablo de habitaciones de 7 u 8 metros cuadrados. Otros tenían allí su negocio, como los vietnamitas, a quienes uno jamás veía por los pasillos del Instituto, y que se dedicaban a proveer de champán y pepsi a toda la residencia
Era imposible, pues, saber qué se escondía tras las puertas de aquellos interminables pasillos, inhóspitos durante el día, por los cuales transitaban incomprensibles y severas señoras de la limpieza, que jamás sonreían, y que probablemente consideraban que su licenciatura en arquitectura o física merecía un reconocimiento profesional mayor.


Entrar en la habitación de Mustafá era penetrar en uno de esos incontables microcosmos, un ambiente perfumado a incienso, con cálidas alfombras, cojines de colores, y, a diferencia de nuestra habitación, alma de hogar. Mustafá era de Uganda, aunque sería más preciso definirlo como ciudadano del Pushkin, y debía de llevar unos cuantos años en el instituto, años que él iba alargando con la excusa, suponíamos, de terminar su tesis doctoral. Como algunos otros estudiantes de países en vías de desarrollo, se había hecho su vida en Moscú. En todo caso, lo más probable era que no volviera nunca a vivir en su país.
A Mustafá nadie podía exponerle directamente las razones de su visita, pues se habría sentido ofendido. Las visitas a su piso se regían por un estricto ritual que consistía en agasajar al visitante con un derroche de hospitalidad africana. Se sentaba uno ante él, que estaba recostado en su cama, y esperaba a que, tras servirle un vaso de vodka, coñac o una copa de champán, le hiciera la primera pregunta.
-¿Cómo va todo, amigo?
-Bien, muy bien.
-Ah, cuánto me alegro. La familia, ¿bien?
Las clases, el frío, mi país... La cortesía se alargaba los minutos que fuera necesario, hasta que por fin Mustafá preguntaba:
-Bien, ¿y qué puedo hacer por ti?
Y sólo entonces respondía uno:
-Quería cambiar dólares.
-Ah, estupendo. ¿Y cuántos quieres cambiar?
No había cantidades pequeñas ni grandes. Quisieras cambiar 200 dólares o 20, Mustafá te agradecía de corazón tu visita, tus dólares, y te hacía sentir como si le estuvieras haciendo un enorme favor al elegirlo como cambista. Ofrecía el mejor cambio de todo el Pushkin, y era capaz de competir con los cambistas de la Lumumba.

Otra vista del Pushkin, con la residencia detrás.

Un día vi la otra cara de Mustafá. Estaba yo, como de costumbre, sentado ante él en un taburete e intercambiando cumplidos mutuos, cuando alguien entró al piso sin llamar. De repente, Mustafá se abalanzó sobre el escritorio, abrió un cajón, sacó un machete y salió disparado hacia la puerta, que yo no podía ver desde donde estaba. Oí unos gritos en una lengua desconocida para mí y a continuación un  portazo. Al cabo de unos segundos mi anfitrión volvió a entrar, algo alterado. Sin embargo, para cuando hubo devuelto el machete al cajón y se hubo recostado de nuevo sobre los cojines, ya había recuperado la compostura.
-Cuánto lamento la interrupción, amigo.
Unos meses más tarde, ya de vuelta en Barcelona, oí que a Mustafá le habían dado una paliza en la calle.

Más impresiones
Gris. No sólo el del cemento. También el del cielo, el de la nieve sucia, el de los abrigos. Las pocas notas de color en las calles eran el rojo de los ubicuos anuncios de Pepsi y, en alguna calle del centro, los colores de, si no recuerdo mal, Esteé Lauder. Gris acentuado en el recuerdo por la escasez de luz y la calidad de los carretes de fotos.


Frío. Recién llegados del setembrino calor barcelonés, nos embutimos en nuestras camisetas térmicas y gayumbos largos. Más adelante, nos acostumbramos, nos limitamos a abrigo, tejanos, shapka y botas y, hasta 15 bajo cero, no se pasaba especialmente mal. El cuerpo se convierte en un termómetro infalible. Salías a la calle, decías hoy debe de hacer menos 10, y acertabas.
Terroríficas leyendas. Historias de apéndices faciales que se congelan y se caen, y de viejas que te ven sin bufanda y se ponen a frotarte la nariz.
Mercados callejeros, donde por fin encontré una shapka de piel de mapache lo bastante grande para mí. Precios de lujo para el bolsillo ruso, abundancia de productos de todo tipo en mercados casi exclusivamente en manos de georgianos, azerbaiyanos y armenios.
Los quioscos de kvas, bebida tradicional rusa omnipresente en los manuales de lengua, siempre cerrados. Nos fuimos sin poder probarlo.

Comida
En el Pushkin había una stolóvaya (cantina) y un pequeño bar. La primera vez que entramos en éste, había en el mostrador un par de latas de pepsi, embutido, pan negro, leche, y tres o cuatro cosas más. No sabíamos entonces que, comparado con lo que vendría más tarde, aquello era el cuerno de la abundancia.
La stolóvaya era un buen sitio para desayunar. Tenían una kasha -una especie de gachas de avena- muy apetitosa, siempre que uno no le hiciera demasiado asco a las cucarachas que se paseaban entre las ollas o incluso por la bandeja. Las comidas que ofrecían a mediodía, a base de patatas, remolacha, carne de ínfima calidad y kéfir, nos permitían quedarnos en la residencia los días de lluvia, resaca y ganas de ahorrar.

Inauguración del primer McDonald's

Apenas unos meses antes de nuestra llegada se había inaugurado el primer y hasta entonces único McDonalds de toda la URSS, sito en la Plaza Pushkin. Las colas para entrar en él podían obligarte a una espera de entre media hora, si ibas un día entre semana por la mañana, a dos o tres horas un sábado por la tarde. En esas ocasiones, la cola se extendía en zigzag por toda la Plaza Pushkin, que no es pequeña precisamente. Naturalmente, había un modo muy sencillo de saltarse la cola: pagarle el correspondiente dinero (uno o dos dólares) al soldado de turno. No había necesidad de actuar con discreción. Se acercaba uno a él, le entregaba el dinero, y pa' dentro. Nadie se enfadaba, nadie se molestaba, todo el mundo lo entendía.

Kéfir, embutido y, para variar, pan blanco

Una vez dentro, podías disfrutar de una experiencia probablemente única en el mundo de los McDonalds: ser atendido por tres jóvenes atentos, sonrientes, radiantes, felices, que te deseaban un buen día y veías que lo decían de corazón. Los precios, aunque baratísimos para el bolsillo occidental, estaban fuera del alcance del ruso medio, y por ello era normal ver a una familia pasarse tres horas compartiendo un batido.

Otra opción para comer pasaba por ir a una cooperativa, una especie de restaurante privado, negocio legal por primera vez desde el NEP gracias a la Ley de Cooperativa de Gorbachov, y donde por 10 rublos uno podía disfrutar de una comida  más que pasable. Estas cooperativas eran muy discretas, uno podía pasar por delante sin saber que allí había comida. En el interior eran casi todo hombres, y se respiraba un ambiente algo raro, como si se esperara de un momento a otro una visita no deseada.

Llegado el invierno, la stolóvaya dejó de servir comidas, y a duras penas tenía kasha para abastecer a todas las cucarachas y los pocos estudiantes que todavía nos acercábamos por allí. En el bar, que extrañamente seguía abierto, no quedaban más que los pósters descoloridos de modelos vietnamitas o búlgaras. Afortunadamente, a estas alturas ya éramos unos veteranos en supervivencia, y cada pocos días nos aprovisionábamos de kefir, uvas, plátanos y avellanas en algún mercado callejero.

Eso sí, cuando apretaba el hambre de verdad, sólo había un sitio. Llegué a zamparme nueve hamburguesas en una tarde.

Diplomacia
A las pocas semanas de haber llegado a Moscú, recibimos una invitación nada menos que de la Embajada de España, para una pequeña presentación y reunión informal. Té y pastitas, vamos.
No sé si esto era parte del convenio con nuestra Escuela Universitaria. La verdad es que, como ya he dicho, al recordar todos estos episodios, tengo la sensación de que había una especie de mano mágica que se encargaba de todo. Probablemente eran las chicas del grupo.
 El señor Embajador y su esposa fueron amibilísimos, nos dieron consejos bastante útiles para la vida en Moscú, y se mostraron muy interesados por nuestros estudios y proyectos. En todo caso, no tardamos en darnos cuenta de que habíamos sobrestimado la importancia de la palabra "informal", porque allí nos presentamos de una guisa que dejaba bastante que desear: muchos tejanos, barba de tres días, zapatillas de deporte y riñoneras que desentonaban un tanto en el salón del embajador. Ninguno de nosotros estaba acostumbrado a tamaña formalidad, por muy informal que fuera ésta. Recuerdo que hubo quien, taza de café en una mano, se peleó con unas extrañísimas pinzas para coger una galleta de la bandeja que la sirvienta sostenía ante él con encomiable paciencia. Tras un violento silencio de más de un minuto, consiguió hacerse con la elusiva galletita, para luego, sin saber qué hacer con ella y con la otra mano ocupada, proceder con gran delicadeza a depositarla sobre su rodilla.

Encantadoras ediciones de libros para niños

Por eso, cuando días más tarde recibimos otra invitación de la embajada, con motivo del Día de la Hispanidad, para una recepción en uno de los restaurantes de más postín de todo Moscú, nos juramentamos para no caer por segunda vez en el mismo error. Peluquería, ropa planchada, vestidos, alguna corbata y rumbo al restaurante. Allí pudimos constatar que nuestro esfuerzo había sido en vano. Aquella recepción, habitual por otra parte, era una costumbre pensada sobre todo para los Niños de Moscú, aquellos hijos de republicanos que sus padres enviaron a Rusia para salvarlos de los estragos de la Guerra Civil. Estos niños rondaban hoy los 60 años, seguían hablando, en su mayoría, un español impecable, y sufrían, naturalmente, las mismas privaciones que sus vecinos. Para ellos aquella recepción era, pues, un auténtico oasis en medio de la economía soviética. Cada vez que el camarero salía de la cocina con la bandeja de canapés, no podía dar más de dos pasos antes de que se la vaciaran. Llevábamos apenas un mes en Moscú, pero comprendimos perfectamente aquella voracidad.

Comprando libros
Como todo el mundo sabe, en los regímenes comunistas no existe el desempleo. Una de las mejores maneras de observar en qué se ocupaba la población activa era en las librerías.
Dom knigi era una de las mayores librerías del país. A diferencia de otras tiendas del estado, La casa del Libro no estaba desabastecida. Sus enormes estanterías estaban repletas de libros, y uno podía encontrar allí los más de cincuenta volúmenes de las obras completas de Lenin, todos los clásicos del XIX, las ediciones cubanas de Lorca, Machado y Pérez Galdós, y diccionarios bilingües ruso-persa. Si uno sabía buscar, podía adquirir a precio de ganga auténticas joyas. El problema era que esa búsqueda no resultaba fácil. Un mostrador tan largo como la estantería se interponía en todo momento entre cliente y libros. Si uno quería hojear un libro, tenía que pedírselo a una de las incontables dependientas que pululaban por ahí con cara de mala hostia. Como podéis imaginar, había que seleccionar muy bien el libro que queríamos que nos mostraran, dado que nadie se atrevía a pedir su ayuda más de tres veces. Pero un momento, ¿qué es ese ruido? Un creciente rumor recorre la librería. La gente empieza a andar de un lado para otro con rostro expectante. Sin llegar a correr, tres o cuatro sí empiezan a andar a grandes pasos. En algún momento, me consta, ambos pies pierden contacto con el suelo.


En otro rincón de la librería hallo la explicación. Ha llegado una remesa de diccionarios inglés-ruso. La gente se agolpa ante el mostrador, y empiezan a comprarlos a porrillo. Aquél al que le llega el dinero, compra tres o cuatro ejemplares; el que tiene menos, sólo uno. Al cabo de un rato no queda ni un solo diccionario. Pero si os habéis quedado sin uno, no desesperéis. Volved mañana mismo y, a la puerta de la tienda, veréis a los compradores de hoy vendiendo los preciados diccionarios por cuatro o cinco veces su precio.

Red de informadores
En aquella sociedad era fundamental tener un servicio de inteligencia de confianza. Y si no, que se lo digan a los vietnamitas.
Una noche en la que no recuerdo qué estábamos haciendo, llegó alguien de repente con la noticia de que el gobierno acababa de anunciar la retirada inmediata de los billetes de 50 euros. Todos los ciudadanos que tuvieran en casa dinero en billetes de esa denominación podrían cambiarlos en el banco al día siguiente. Naturalmente, había un límite al número de billetes que se podían cambiar, y cualquier cantidad superior sería imposible de justificar. El gobierno quería combatir así la economía sumergida.
Como todos los residentes en el Pushkin, cada uno de nosotros tenía unos buenos cientos de rublos en billetes de 50. ¿Qué hacer? Alguien tuvo la brillante idea de gastárselo inmediatamente, así que, ni cortos ni perezosos, subimos al piso de los vietnamitas, que eran los proveedores oficiosos de champán y que, para su desgracia, jamás se dejaban ver por la sala del televisor. Les compramos unas cuantas docenas de botellas. Debieron de pensar que habían hecho el negocio del año.

Una mañana un compañero llamó a la puerta, nos despertó y dijo algo así como: hoy es el día.
Llevábamos ya varias semanas en el Pushkin y todavía no habíamos pagado el curso. Por culpa de algún malentendido, no estábamos de acuerdo con la cantidad que nos pedían, que se alejaba mucho de lo que nos habían dicho en Barcelona. El consiguiente follón puso en una situación comprometida al departamento de ruso de nuestra universidad y complicó las cosas un poquito más a la próxima quinta. Pero lo cierto es que, en mi caso, si me hubieran dicho que costaba lo que ahora pedían, ni me habría planteado el viaje. Por suerte, nuestro servicio de inteligencia era infalible, como se demostró un par de horas más tarde. Tras rellenar incontables impresos en el banco, descubrimos que, gracias a haberlo pagado aquel día, en que el rublo de oro estaba en su cotización más baja, el curso nos salió por un precio tres veces inferior al que habían pagado los estudiantes más cumplidores. Ahora por fin podíamos faltar a clase con la frente bien alta.

La farándula
Un día llegó al Pushkin un señor del cine. Buscaba sofisticados rostros occidentales para hacer de extras en una película que se iba a titular гангстеры в океане (Gángsters en el océano). Pagaban cuatro duros, pero nos daba la oportunidad de vivir una experiencia nueva y ver de cerca a Anna Samokhina, un bellezón cuyo rostro se podía ver en los carteles de películas que aportaban un poco de color a las calles. El cazatalentos nos pidió una foto en la que saliéramos favorecidos y al día siguiente vino con un autocar a recogernos y llevarnos al estudio.

Anna Samokhina

Los que hayáis estado en un rodaje, sabréis que pocas cosas hay en este mundo más aburridas. Nuestro papel como extras consistía en beber, charlar, fumar y reír con elegancia en el restaurante de un barco, mientras un crooner ruso cantaba Georgia on my mind, de Ray Charles. Debí de oír la cancioncita por lo menos treinta veces aquel día. Mientras tanto, la Samókhina se tumbaba en el sofá con aires de diva agobiada por los aspectos más mundanales del estrellato. 
Terminada la jornada, teníamos muy claro que al día siguiente no volveríamos allí ni locos. No obstante, a la mañana siguiente, a la hora convenida oímos los golpes en la puerta. Los tres chicos que compartíamos habitación estábamos durmiendo con nuestras respectivas. Nos hicimos los sordos y seguimos en la cama, con los ojos bien apretados. Se repitieron los golpes, hasta que al final, alguien abrió la puerta de la habitación. Supongo que, al encontrarse con tres parejas profundamente dormidas en sendas camas, quienquiera que había entrado sintió algo de pudor ante la perspectiva de decirnos "venga, perezosos, al rodaje". Se marchó en silencio, sin dar un triste portazo siquiera.
Hace un par de años, descargué la película. Pasé el cursor adelante y atrás, pero no había ni rastro de la escena en el restaurante y ni un solo acorde de Georgia on my mind. No había quedado nada de aquella escena, ni con nosotros ni con nadie más. Un día entero de rodaje tirado por la borda, nunca mejor dicho. Así, mi gloria cinematográfica se reduce a "yo eché a perder una escena de Gángsters en el océano".
Gangsters en el océano, o mi frustrado pasaporte al estrellato

Tiendas
Este apartado puede resumirse en una foto.


Claro que también podríamos hablar de los almacenes GUM, Principales Tiendas Universales. Ir a los GUM significaba hacer la compra con la mayor comodidad imaginable. Así, en lugar de recorrer uno tras otro todos los supermercados y tiendas estatales del barrio, siempre vacíos, en los GUM uno tenía todas las tiendas vacías juntas.

вечеринки 
Vecherinka significa fiesta, y es una de las primeras palabras que aprendía el residente del Pushkin. Estas fiestas solían celebrarse en la cocina que había en cada planta, por lo que, al caer la tarde, debía uno informarse y preguntar por ahí en qué кухня de las catorce que había era esa noche la fiesta. Éstas empezaban lo bastante tarde como para que no hubiera nadie ya cocinando, pero en la de mi cumpleaños una señora india tuvo que prepararse el curry con bastante ruido de fondo.

Bailando merengue en una de nuestras вечеринки. Esa cocina todavía se llenaría mucho más.

Los latinoamericanos eran los amos de la noche. La inmensa mayoría de ellos no residían ni estudiaban en el Pushkin, sino en la vecina Universidad Patrice Lumumba (hoy Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos). Supongo que las normas en aquella universidad eran bastante más estrictas que en nuestra residencia, donde los milicianos encargados de vigilar la entrada y de que no entrara nadie ajeno al instituto (todos teníamos nuestro carnet) se contentaban con unos pocos rublos para hacer la vista gorda.
A diferencia de la Lumumba, en el Pushkin había muchos estudiantes como nosotros, que no iban a Moscú becados para cinco años, es decir con necesidad de aplicarse en los estudios. A diferencia de ellos, muchos de nosotros, españoles, norteamericanos, italianos y alguna nacionalidad más, veíamos el final de nuestra estancia a la vuelta de unos meses, teníamos nuestros dólares y, sobre todo, muchas ganas de juerga. Este carácter de algunos estudiantes, unido a la permisividad de milicianos y autoridades del instituto hacían del Pushkin un imán para otros estudiantes internacionales, buscavidas soviéticos, y amantes de la fiesta en general. Entre estos últimos destacaban cubanos, venezolanos, colombianos y dominicanos, quienes, huelga decirlo, imprimían a las вечеринки un aire bastante poco eslavo. De hecho, nuestra banda sonora de aquellos meses consiste en La Bilirrubina, que un año después arrasó en España.

¿Qué os decía?

Lógicamente, la permisividad de aquellos corruptibles milicianos no dejaba de entrañar algunos riesgos. Una mañana tras una vecherinka de órdago, llamó alguien a la puerta de nuestra habitación. Al abrir me encontré con Juan el Venezolano, que, sin molestarse en saludar, me preguntó:
-Oye, ¿quién me apuñaló anoche?
 Acto seguido se estiró el cuello de la camiseta para mostrarme el tajo que le recorría el hombro como un desfiladero de película de Spielberg. Recordé a aquel karateka azerbayano con mallas de piel de leopardo, que se había pasado la noche abrazado a la botella de ron y exhibiendo su marcial arte. Le respondí a Juan:
-Yo no.
Naturalmente, ni Juan ni el azerbayano residían en el Pushkin.

Fuera de aquellas cocinas, las posibilidades de fiesta se reducían hasta niveles norcoreanos. Las discotecas eran en aquel entonces algo prácticamente desconocido, y la idea de salir a tomar algo era tan inconcebible para un ruso como ir a Marte. Había, eso sí, algunos escasísimos bares de divisas, que era como se llamaban, donde pagando en dólares podías tomarte una cerveza, y dos y tres, algo que nos parecía milagroso. Estaban frecuentados, como es de suponer, únicamente por extranjeros, pero en honor a la verdad, eran lugares (hablo en plural aunque de hecho sólo conocí uno) bastante civilizados. Y digo esto porque el otro recurso para buscar un poco de marcha era ir a un hotel.
Juan el Colombiano (también había un Juan el Cubano) ya había intentado impresionarnos a los pocos días de nuestra llegada con una cena que organizó en un hotel cercano al Pushkin. La cena incluía champán a gogó, mucha pepsi, caviar, salmón y espectáculo de striptease, todo ello en un exquisito ambiente de señores barrigones y putas borrachas. El paradigma del refinamiento, si lo comparamos con nuestra visita al Intourist.

El antiguo Hotel Intourist

Su eslogan podía haber sido "somos más que un hotel". Aparte de la agencia de viajes más grande del mundo, el Intourist, fundado en 1929 por Stalin, tenía entre su personal, según wikipedia, agentes del NKVD y, posteriormente, del KGB.
Una de aquellas tardes en que decidíamos buscar un poco de diversión que fuera más allá del ron y la bilirrubina, se nos ocurrió meternos en aquel inmenso y monstruoso edificio que, por lo visto, ya no existe. En la planta baja había una especie de terracita interior la mar de agradable, donde uno podía tomarse un café bastante decente. Un ambiente tranquilo, si no fuera por ese murmullo de fondo que parece proceder del sótano. Un par de nosotros decidimos aventurarnos por pasillos y escaleras, a ver si conseguimos desentrañar el misterio. El murmullo ha ido subiendo de tono hasta convertirse en inconfundibles gritos, risas, cánticos alcoholizados y música a todo trapo. Una puerta con unas escaleras que se precipitan hacia abajo nos revela el origen de aquella orgiástica fanfarria. Humo, ruido salvaje, y decenas de lo que parecían altos ejecutivos alemanes o ingleses saltando sobre las mesas, dando tumbos por la pared o desparramados sobre una silla con una puta en cada pierna. Si los del KGB buscaban el modo de hacer chantaje a gente de pasta, en aquel bar no daban abasto con las fotos.

Vida cultural
Hice lo que pude. Vi alguna que otra obra de teatro entera. Me fui al descanso de El doctor Zhivago, de la que, de todas formas, no entendía nada, para llegar al McDonalds antes de que cerrara. Aguanté la mitad del ballet El maestro y Margarita. Y no sé cómo, me tragué una ópera norcoreana de principio a fin. Era la única oportunidad de ver un espectáculo en el Bolshói. Con subtítulos y todo, como si hiciera falta seguir el argumento. En mi vida he visto semejante bazofia.

Algo estaba cambiando en el país

Algunos conciertos de rock. Al igual que empresas como Pepsi y Marlboro, había artistas que querían ser pioneros en la URSS. Así, fui a ver a Leo Sayer, a quien nos presentaban como una auténtica leyenda de la música. También asistí al concierto de Zucchero en el Kremlin.
Arrasé en librerías, donde me hice con verdaderas joyas, algunas de las cuales he perdido en las siete u ocho mudanzas que he tenido desde entonces. También en Melodia me hice con un buen surtido de LPs. Ya ves tú, qué hago ahora con eso.
Por lo demás, poco cine. En el Festival de Cine Español vi Las cartas de no sé quién, sobre la inmigración.
No recuerdo qué más. No había mucho donde elegir. Y hacía mucho frío. Lo siento.

Últimas impresiones
Todo vacío. Tiendas, bares, supermercados. Vacíos. Borrachos dormidos de pie. Nieve perpetua. Con la Navidad y la llegada del invierno, se van los primeros estudiantes, entre ellos mi chica, que vuelve a un país nuevo. El suyo, la RDA, ha dejado de existir. Alguna vecherinka debe de haberse desmadrado, y ya no permiten las fiestas en las cocinas. Una indolencia oblomoviana se apodera de nosotros. Cuando alguien nos dice que ha estallado la guerra en el Golfo, le respondemos "¿y para eso nos despiertas?" El gozo de poder ayudar a un moscovita que te ha preguntado direcciones. A 20 bajo cero, los rusos siguen diciendo que no hace frío, sino тепло, es decir, templado. Y tienen razón. Rumores de que en aquel restaurante, donde cenaste hace unas semanas, entraron unos tíos con metralletas y se cargaron a no sé quién. Viaje de vuelta en tren. Imposible meter en un avión todos los libros y también las incontables chorradas que hemos comprado. Nos fuimos sin saber que el país tenía los meses contados.

Epílogo
Hace un par de años, en la Plaza Urquinaona, una tarde de sábado de aquéllas en que la gente sube, baja, cruza Pau Claris de uno a otro lado y se apelotona en las estrechas aceras, iba yo con mi mujer y niños abriéndome paso como podía entre el gentío, cuando me encontré de repente con unos ojos que me miraban fijamente. No era una mirada amenazante, sino más bien llena de algo parecido al miedo. Hacía casi veinte años que no nos veíamos, y ahora ahí me tenía, casado, empujando un cochecito de bebé y con dos niños más a mi lado.
S. bajó la mirada y pasó de largo a toda prisa.

¡Que siga la вечеринкa!
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