lunes, 27 de agosto de 2012

A far cry from Kensington, de Muriel Spark


Con Muriel Spark, siempre es como la primera vez. No es de extrañar que inspire un culto que, en nuestro país, es casi clandestino, dado el trato que le dispensan las editoriales. Tras éste mi tercer título de la Spark, una vez más me encuentro con una historia la mar de sencilla, y una vez más vuelvo a preguntarme de qué trata el libro, qué es lo que de verdad nos cuenta la autora con su extraordinaria capacidad narrativa, su facilidad para cautivar al lector y su estilo entre sobrio y dicharachero.

Londres, 1954
Como sucedía con Las señoritas de escasos medios, el título pierde fuerza en la traducción. Lejos de Kensington no refleja el juego de palabras que tiene en inglés, donde "A far cry" puede y debe entenderse también en sentido literal: hay un grito lejos de Kensington que resulta crucial en el desarrollo de la historia.
Pero los parecidos con aquella gran novela no se quedan ahí. Nos encontramos en la misma época, el Londres de los 50, donde está a punto de terminar la época del racionamiento y, entre solares por fin limpios de escombros, vamos a entrar en la era de la prosperidad.

No estamos aquí en una residencia para jovencitas, sino en una casa con habitaciones de alquiler, donde, cual si fuera nuestra 13 Rue del Percebe, nos encontramos con un variopinto gajo de la sociedad. Entre los inquilinos, tenemos a la protagonista y narradora, la Sra. Hawkins. Se trata de una simpática y joven viuda de guerra, que, según ella, debido a su obesidad inspira una absoluta confianza a todo bicho viviente, por lo que se convierte en receptora de todas sus confidencias. Al igual que Joan, en Las señoritas..., Nancy (sólo la llamarán así cuando, dieta de por medio, se lo haya ganado) trabaja en el mundo editorial, y tiene de nuevo que vérselas con un más que mediocre aspirante a escritor, Hector Bartlett, siniestro y ridículo personaje, practicante de la radiónica, (y, como muy bien nos informa Óscar, inspirado en su otrora colega y amante Derek Stanford) al que la narradora humilla una y otra vez con el gracioso apelativo de pisseur de copie, que viene a ser algo así como "meador de prosa". (Me sorprende que no hayamos importado una expresión tan útil). La novela nos cuenta el modo en que la vida de los inquilinos se entrecruza con el deambular editorial de la narradora, y cómo aquellos meses del 54 y el 55 marcaron, de manera a veces trágica, feliz, mezquina y en ocasiones, incluso merecida, el destino de algunos de ellos.

Esta va a ser mi obra cumbre

La señora Spark nos habla sobre los principios, tanto los éticos como los literarios, nos dice Claire Tomalin en la contraportada. Se agradece la observación. Uno está tan desconcertado (y siempre fascinado) que por un rato se agarra a ese comentario para verter un poco de luz sobre un libro que, en apariencia, no tiene nada de desconcertante. La perplejidad de este lector resulta, sobre todo, del modo en que la autora inserta, aunque sin tomárselo muy en serio, el tema de la radiónica, así como una historia pseudodetectivesca (el misterio de los mensajes anónimos a Wanda) en lo que, por lo demás, parece una sencilla historia basada en experiencias personales de la autora. Una sabia combinación de lo cotidiano y lo rebuscado que me hace pensar, por poner un ejemplo, en un bloguero que escribe su reseña desde un locutorio  paquistaní mientras a su lado un escuchimizado cincuentón visita porno a mansalva.
Así que ¿por qué no?, quizá esta novela nos esté hablando de principios. Yo sospecho, no obstante, que Spark, felizmente, no tiene un concepto tan instrumental de la literatura como para decir "quiero hablar de los principios y para ello voy a escribir una historia como la que sigue". De ahí, la posible frustración de algún lector: ¡Ah, las intenciones! ¡¡El mensaje!! ¿Cuál es el mensaje?

Con Muriel Spark, me da la impresión (todavía no la he leído lo suficiente), a uno más le vale guardarse de hacer afirmaciones tajantes sobre las intenciones de la autora. Es más lista que nosotros, sin que ello sirva de crítica. Sabemos, sí, que hay una clara intención de recrear una época y un lugar muy concretos. Intuimos que la narradora, tanto Nancy como Joan en Las señoritas..., tienen mucho de Spark. Estamos convencidos de que la construcción, estructura, desarrollo y lenguaje de la obra son por lo menos tan importantes como las "intenciones", y eso es lo que nos hace disfrutar. Y, ¿aparte de eso? Podemos, si somos muy osados, sugerir que Nancy tiene algo de bruja, por su afición a echar el "mal de palabra", por su invulnerabilidad ante la radiónica, o por su facilidad para cambiar de aspecto casi a su antojo. Más allá, sin embargo, todo son conjeturas, felices conjeturas que nos hacen buscar desesperadamente a alguien que también haya leído el libro y podamos preguntarle de qué trata.

jueves, 16 de agosto de 2012

El dilema del escribidor pardillo


Hace unos pocos años me di cuenta de que, si cogía los relatos que había escrito en mis ratos libres y los arrejuntaba, podían recordar vagamente la forma de una novela. Por lo tanto, entre nosotros, y en aras de la siempre necesaria brevedad, llamémosla así.
Continúo. Un día decidí que si la novela en cuestión estaba condenada a pudrirse en el disco duro, no perdía nada con dejarla que conociera mundo y que tuviera la libertad, si así lo quería, de pudrirse en el disco duro de algún editor. Así que empecé a enviarla a editoriales grandes y pequeñas, nuevas y viejas, conocidas e ignotas, siempre y cuando aceptaran manuscritos en formato digital, que no está el horno para impresiones. Cualquiera que haya hecho lo mismo, conoce de sobra la silenciosa experiencia que viene a continuación. En mi caso, no obstante, por muchas negativas y silencios que recibiera, el desánimo fue incapaz de cundir, dado que en ningún momento me había hecho demasiadas ilusiones.


No soy escritor. No tengo esa imperiosa necesidad de escribir que, dicen, tiene que tener todo escritor. Tampoco estoy dispuesto a realizar según qué sacrificios: levantarme a las 6 de la mañana para arañar un par de horas antes de que se levante toda la casa, sí. Encerrarme mañanas y tardes para escribir mi gran obra mientras mis hijos crecen y juegan y se pelean, no.
Luego está la cuestión del talento. Ya lo sé: ésta debería ser la primera cuestión. Lo sería en un mundo justo, donde los buenos escritores triunfan, y los petardos no. Yo, además de no ser escritor, tampoco soy bueno, pero, eso sí, sé escribir por lo menos igual de mal que algún que otro exitoso petardo. Claro que, bien mirado, eso no tiene mucho mérito.
Y todo este preámbulo viene a cuento porque hace unos días recibí el mensaje del director de una pequeña editorial que le encuentra "calidad literaria" a mi obra. Añadió, no obstante, que el aspecto comercial no lo veía del todo claro. Y yo que esperaba justo lo contrario, que mi novela fuera un bodrio y se convirtiera en best-seller...


No obstante, me volvió a escribir y al final quedamos en vernos en su oficina. En la charla que tuvimos, me dijo que, a pesar del título algo ordinario que le he puesto a la obra, se trata, en el fondo, de una historia tierna (no es el adjetivo que yo hubiera utilizado; es más, jamás pensé que pudiera escribir algo tierno); alabó la recreación de una época, señalando que eso siempre es un valor literario, y, lo más importante, dijo que la obra es publicable. No sé si es que de repente había visto claro el aspecto comercial. Intuyo, más bien, que en aquel primer mensaje quería contener mi entusiasmo, o a lo mejor, simplemente es un poco despistado. De hecho, esa es la impresión que me dio al conocerlo y ver la oficina, con cajas de libros amontonadas por todas partes, que apenas nos dejaban sitio para sentarnos. Entre otras virtudes, aparte de apasionado por la literatura, me pareció, sí, un hombre un poco despistado y caótico, características, me parece, fundamentales en un hombre de letras.
Naturalmente hay un pero: me ofrecen ir al 50% en beneficios y en costes de la primera edición. Ya sabía que no iba a tener a Anagrama y Tusquets peleándose por mi manuscrito, y supongo que, a diferencia de otras formas de publicación, un 50% por parte de la editorial supone una apuesta medio real por la obra. Aun así, siento cierto recelo, al ser la primera vez. Me siento como un adolescente virgen que, a punto de echar su primer polvo, ve sorprendido cómo la chica, antes tan tierna y dulce, de repente extiende la mano.
No dudo de la honradez de este editor. Fue sincero al advertirme que no me hiciera ilusiones sobre el éxito de la obra en el caso de que finalmente se publique, y contestó sin divagaciones las pocas preguntas y dudas que me surgieron. Si las primeras impresiones tienen algún valor, pondría la mano en el fuego por su integridad.
Así que las dudas no vienen por ahí. Simplemente, la verdad, no tengo ni pajolera idea de lo que implica publicar un libro de esa manera. Así que tengo un par de semanas por delante para acabar de pensármelo (agradeceré los consejos), y esperar que en septiembre no se le haya vuelto a oscurecer el aspecto comercial.
Mientras tanto, Alfaguara, Acantilado y compañía tienen todavía tiempo de pujar. De lo contrario, quizá tendrán que lamentarlo...

domingo, 5 de agosto de 2012

Tomás Moro, de Peter Ackroyd


De Tomás Moro nos ha quedado la imagen del hombre a la sombra del rey, del hombre que de verdad maneja los hilos de la corte. Es una imagen estereotípica (y muy parecida a la del mayordomo impertérrito, casi hierático) de un Moro serio y severo, implacable martillo de herejes e incorruptible en sus principios, poco acorde, sin embargo, con el Moro que posee un sentido del humor tan pronto cáustico y vulgar como de una finura exquisita que pasa dos metros por encima de las entendederas de su señor. 

El futuro rey, cuando todavía era simplemente Quique

En este sentido, la historia se ha portado bastante bien con Moro, dado que esa imagen juiciosa y severa que de él tenemos parece que se ajusta bastante a la realidad. No es el caso de Enrique VIII, a quien, aparte de cruel, a menudo se representa como un zafio que no pensaba más que en comer, ver peleas de osos contra perros, y engendrar un heredero. Dejando de lado la cuestión de la crueldad, yo, la verdad, dudo que en España en estos momentos haya un solo político con una décima parte de la cultura de aquel rey.

Vais a ver la que se va a armar

Los que empezamos a peinar canas a menudo pensamos que nos ha tocado el privilegio de vivir una época de grandes cambios históricos. No en vano hemos sido testigos de la caída de enormes e icónicas construcciones y monumentos, hemos vivido en directo al nacimiento y desarrollo de internet, y estamos asistiendo, a decir de algunos, a un nuevo choque de civilizaciones. Sin embargo, cuando uno se mete de lleno en las primeras décadas del siglo XVI, se da cuenta de que pocos cambios pueden compararse al que supuso el humanismo renacentista. Los valores que habían sido sagrados e inmutables poco a poco empiezan a tambalearse y vemos cómo se acerca el armagedón, en forma de noventa y cinco tesis colgadas por Martín Lutero en la iglesia de Wittenberg.

La ejecución de Elizabeth Barton

El libro de Ackroyd empieza con poca fuerza. No puede decirse que en su infancia y adolescencia Moro corriera un sinfín de aventuras. Pero una vez entra en la corte, el libro no tiene desperdicio. (En realidad, sí que lo tiene, y mucho, pero sobre esto, más adelante). Ackroyd nos presenta un vastísimo, profundo y ameno retrato de los principales actores en aquella verdadera revolución que fue la transición al mundo moderno, la llegada de la Reforma, y la ruptura de Enrique VIII con la iglesia católica. Naturalmente, están Erasmo, gran amigo de Moro; el anticristo hereje Lutero, el mismo Enrique, Catalina de Aragón, Thomas Cromwell, otros personajes más siniestros como Ana Bolena o el cardenal Thomas Wolsey, además de la pintoresca monja Elizabeth Barton (a quien la Enciclopedia Británica se refiere como "extática inglesa"), quemada por sus trances y profecías referentes a la anulación del matrimonio entre Enrique y Catalina; Richard Hunne, quien se negó a pagar a la iglesia la tasa establecida por el funeral de su bebé: la mortaja, y que apareció suicidado en su celda en sospechosas circunstancias; Thomas Bilney, un católico ortodoxo que no cayó en gracia al cardenal y fue quemado en 1531 (que Ackroyd llama el "año de las hogueras"), y otros muchos en los que ahora no tengo tiempo de profundizar (estoy escribiendo esta reseña deprisa y corriendo, entre una maleta y otra, y seis meses después de leer el libro).

Orson Welles, un inolvidable cardenal Wolsey en "Un hombre para la eternidad"

Este chamuscado panorama lo alegra Ackroyd con muestras del ingenio epistolar de Moro o Lutero. Así, cuando Enrique publica un tratado en Defensa de los Siete Sacramentos, con el que se ganaba la bendición del Papa, Lutero contesta con una diatriba en la que lo tilda de cerdo, imbécil y mentiroso que merecía, entre otras lindezas, estar cubierto de excrementos. En defensa de su señor, Moro respondió ofreciéndose a "volver a meterle en su mierdosa boca, verdadera bolsa de mierda, toda la mierda y porquería que su repugnante podredumbre ha vomitado." Cómo las gastaban estos humanistas. Tanto estudiar griego y latín para eso.

Tomás Moro defendiéndose frente al cardenal Wolsey

No cabe duda de que Ackroyd tiene una actitud bastante indulgente hacia Moro, responsable de la ejecución en la hoguera de tantas personas acusadas de herejía. Nos cuenta el autor que llegó inluso a custodiar a algunas de ellas en su propia casa, pero que siempre negó las acusaciones de tortura. En cualquier caso, la historia de los últimos años de Moro, llena de intrigas de la corte y la iglesia, es tan ejemplar como fascinante. Moro, que estaba dispuesto a reconocer a Ana Bolena como reina, se negó a acatar el Acta de Sucesión en los términos que Enrique le exigía, dado que ello supondría un rechazo de la autoridad papal. Las dos partes se encajonaron en tecnicismos, y en más de una ocasión Moro se merendó a sus acusadores. Pero era éste el que tenía la antorcha. Finalmente, Moro antepuso sus principios e integridad a su propia vida. Algunos lo llamarían orgullo y cabezonería.
Nuestro hombre fue condenado a ser ahorcado, arrastrado por caballos y descuartizado, pero Enrique se apiadó de él y se conformó con una simple decapitación. 


En definitiva, este libro es tan bueno que incluso sale airoso de la impresentable, deleznable, abominable y execrable edición de Edhasa. Estoy convencido de que nadie, absolutamente nadie, ni siquiera el traductor, revisó ni una sola vez el texto. Las erratas son incontables, no hay páginas en las que no aparezca una por lo menos y la puntuación es sencillamente espantosa. Curiosamente, la traducción en sí no es tan mala, si obviamos alguna que otra palabra inventada y una insoportable y agotadora tendencia a separar las concesivas con un punto y seguido delante del "aunque", del tipo "Tomás volvió a Londres. Aunque ya no fue bien recibido". Es absolutamente indignante que una editorial tenga la desfachatez de publicar un libro sin pasar una mínima revisión. Esto sería imperdonable en una edición barata, pero es que ésta cuesta ni más ni menos que 40 euros de vellón (menos mal que lo saqué de la biblio). Si Tomás Moro levantara la cabeza...

Felices lecturas a todos. Nos vemos a la vuelta de mi breve viaje a tierras de Tomás Moro.
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