miércoles, 25 de enero de 2012

Café Budapest, de Alfonso Zapico

La fórmula para escribir una historia como ésta es sencilla: coger a unos pocos personajes anónimos y situarlos en el ojo del huracán de un momento crucial que marca un antes y un después en la historia. Sencillo, sí, pero pocos saben hacerlo tan bien como Alfonso Zapico, autor también de la excelente La guerra del profesor Bertenev.

¡Qué maravilla! Esto también parece sencillo

El momento que escoge Zapico para esta historia es la fundación del Estado de Israel, y los personajes centrales de la historia son Yechezkel "Chaskel" Damjanich, un joven judío húngaro, virtuoso del violín; su madre Shprintza, superviviente de Auschwitz, donde perdió a su marido del modo más atroz imaginable, y que tras su llegada a Palestina empezará a dejarse morir poco a poco; su tío Yosef Nagy, "el león de Budapest", un antiguo líder sindical que, tras casarse con una gentil, emigró a Palestina unos años antes y que desde entonces no se habla con Shprintza; y Yaiza, una joven árabe, independiente y alegre, que se enamora de Chaskel. Acompaña a éstos una serie de personajes secundarios retratados con exquisita sencillez: el periodista, el marino, o el sargento británico (hasta la creación del estado de Israel, Palestina fue un protectorado británico), en tre otros. A través de todos ellos, nos acercamos a la antigua Jerusalén, la de antes del "reparto", donde judíos, musulmanes, católicos, ortodoxos y otros convivían en relativa armonía, y la de después, donde, por el fanatismo de unos, la negligencia de otros, y el interés de los de más allá, todo se irá a pique. La creación del estado de Israel hace que aquel remanso de respeto y concordia que era el Café Budapest, símbolo de lo que podría haber sido, y hasta cierto punto era, Jerusalén, se convierta en un hervidero de recelos, sospechas, rencores y, finalmente, muerte.


Del mismo modo que existe el sueño americano, existió durante un tiempo el sueño de Israel. Sin entrar a valorar las aspiraciones de Theodor Herzl, padre del sionismo, es indudable que a lo largo de los siglos hubo incontables generaciones de judíos europeos que, discriminados, perseguidos y, finalmente, masacrados, nunca dejaron de soñar con una vida mejor en Palestina. (Me pregunto hasta qué punto ese sueño existe todavía; supongo que hay todo tipo de motivaciones entre los que hoy emigran a Israel, y que no son pocos los que son conscientes que tendrán allí una vida peor). Así, Café Budapest se abre con Chaskel corriendo entusiasmado a contarle a su madre que acaba de recibir una carta del tío Yosef, en la que éste les anima a dejar Hungría, donde los comunistas continúan a pasos acelerados su implacable liberación del país, emigrar a Jerusalén y vivir con él.
A este lector le da la impresión de que, a pesar del siempre incuestionable trabajo de documentación de Zapico, su retrato de Jerusalén está algo idealizado. Sin ir más lejos, el café que da título a la obra tiene cierto aire de Cheers, el mítico bar de Boston y la serie de TV. No obstante, si en efecto este retrato de la ciudad santa está idealizado, lo está en la medida justa. Zapico no ha querido escribir una novela histórica propiamente dicha, sino que, como hizo en La guerra del profesor Bertenev, su intención ha sido, primordialmente, escribir una historia sobre el modo en que los ciudadanos de a pie se ven envueltos en guerras que nunca buscan y que poco o nada tienen que ver con ellos.


 Al igual que en la novela sobre la guerra de Crimea, en ésta Zapico no puede ocultar el cariño que siente por sus personajes. Así, a los verdaderamente "malos", los vemos siempre de una manera fugaz, y su función parece ser la de realzar la nobleza de los "buenos". Hay que decir, no obstante, que el autor evita cuidadosamente incurrir en maniqueísmos y estereotipos, y se esfuerza por ofrecernos un punto de vista imparcial, mostrándonos, por ejemplo, fanáticos y terroristas de ambos bandos. Pese a ello, supongo que alguien podría pensar que, en la novela, la balanza de la nobleza tiende a inclinarse del lado palestino, y que no hay manera de que los judíos se libren de la imagen de los siniestros lobbies en Nueva York. No sé si será también significativo el hecho de que Yosef es ateo, y Chaskel también acaba perdiendo su fe. Entonces, ¿consigue el autor darnos una visión imparcial del conflicto? No lo sé, no me importa, y creo que al mismo autor no le preocupaba demasiado. Zapico sabe que, ante todo, un autor debe siempre ser honesto consigo mismo, y que esa honestidad no consiste en contar "la verdad", sino en ser consecuente con su obra. Zapico no nos intenta vender la verdad de los hechos ni, como ya he dicho, disfraza su obra de novela histórica. Café Budapest no es sino un sincero alegato pacifista y una bonita historia de amor.


En definitiva, aparte de una obra interesante y muy entretenida, estamos ante lo que en inglés se llama una "feel good story", es decir una historia de ésas que te hacen sentir bien. Deliciosa, pa entendernos.

lunes, 16 de enero de 2012

Cuentos Carnívoros, de Bernard Quiriny


Algunos autores escriben cuentos tan buenos, con un planteamiento y un desarrollo tan impecables que, por mucho que nos sorprenda el final, nos damos cuenta de que no podían terminar de otra manera. Por otra parte, existen escritores que le dan a sus historias un planteamiento y un desarrollo tan brillantes que tanto da que el desenlace flojee un poco. En mi opinión, Bernard Quiriny pertenece a esta segunda categoría.
En Cuentos carnívoros, Quiriny nos presenta una serie de cuentos fantásticos en los que da rienda suelta a su fabulosa imaginación, con algunas pequeñas maravillas narrativas creadas, en algunos casos, a partir de situaciones de la vida cotidiana; en otros, basándose en personajes que de corrientes y mundanos no tienen nada. Quiriny se revela aquí como un dignísimo heredero de algunos de los grandes autores de cuentos de  os dos últimos siglos, como Poe, Borges, Buzatti, Cortázar, Stevenson, o incluso Bolaño, por nombrar unos pocos.
Así, el primer relato, "Sanguina", nos recuerda en su planteamiento inicial a los grandes autores centroeuropeos de entreguerras, como Roth o Zweig. Un narrador que se aloja en un hotel, donde conoce a un tipo que, entre copas, resuelve contarle su historia (y aquí es donde terminan las similitudes con los autores mencionados): cómo conoció a la mujer de piel de naranja, y no, no se trata de una metáfora...
"Qui habet aures..." parece casi un mito clásico. En él se narra la tragedia de un hombre que recibe un don sobrenatural -en este caso la capacidad de oír, sucedan donde sucedan, todas las conversaciones en que se hable de él-, que no tardará en convertirse en su maldición. "Mareas negras", en el que aparece Pierre Gould, personaje recurrente de Quiriny, nos hace pensar en aquellos extraños clubs y sociedades de algún relato de Stevenson o Chesterton, mientras que "Quidproquópolis (De cómo hablan los Yapus)", una surrealista reflexión sobre una tribu del Amazonas que se comunica mediante lo que podría denominarse un antisistema lingüístico, podría haber estado firmada (bueno, quizá sólo imaginada) por Borges. 
El libro, no obstante, también tiene sus momentos flojos, si bien éstos son muy pocos. Aparte de un par o tres de finales que dan más sensación de anticlímax que de desenlace propiamente dicho, la serie de "Crónicas musicales de Europa y otros lugares", pese, de nuevo, a su derroche de imaginación, se hace repetitiva. Pero inmediatamente recupera la forma con el nada velado homenaje a De Quincey en el extraordinario "Recuerdos de un asesino a sueldo", con, entre otros, el encargo de matar a un niño de cinco años por estar poseído por el diablo.
El libro es tan entretenido, fácil de leer y memorable que es difícil no referirse en la reseña a todos y cada uno de los relatos. Intentaré, sin embargo, limitarme a tan sólo unos pocos más: "El cuaderno" es la historia de un aspirante a escritor sin pizca de imaginación y con una nula capacidad de sacrificio, por lo que, para despegar en el mundo de las letras, decide robar el cuaderno de notas de un escritor de gran éxito y prestigio. Se trata, una vez más, de un relato excelente que me ha recordado vagamente a los de Quim Monzó, mientras que "Unos cuantos escritores, todos muertos" está claramente inspirado en La literatura nazi en América de Bolaño, y el último, "Cuento carnívoro", la historia de un botánico obsesionado con las plantas carnívoras, nos recuerda mucho a Poe.
Pero ha sido "Una borrachera perpetua" el que, personalmente, me ha parecido magistral, no sólo por lo bien escrita que está, y por el amargo humor que destila, sino sobre todo por la resonancia legendaria que le ha sabido imprimir, a base de combinar citas de libros perdidos, recuerdos de infancia, remotos escenarios de Europa central y manuscritos. 
Y lo mejor de todo es que Bernard Quiriny, de treinta y pocos años y tres obras publicadas, apenas acaba de comenzar su carrera literaria. Poco más se puede decir de su biografía: joven y belga. 


Y por si todo eso no basta, la edición de Acantilado viene con un magistral prólogo de Vila-Matas, cuya influencia en Quiriny, de hecho, es también fácil de adivinar. Vila-Matas se sale por la tangente como sólo él sabe hacerlo y da toda una lección sobre cómo prologar un libro sin decir nada de él. De hecho, este soberbio prólogo parece un relato más de esta magnífica colección. 

viernes, 6 de enero de 2012

En busca de Klingsor, de Jorge Volpi

Creo haber leído en algún sitio que la Segunda Guerra Mundial es la guerra sobre la que más libros se han escrito, seguida de la Guerra Civil española. Curiosamente, no obstante la abrumadora cantidad de información que tenemos sobre aquella contienda, hay un episodio que, aunque conocido, ha pasado relativamente desapercibido, pese a que marcó, o mejor dicho, estuvo a punto de torcer, el curso de la historia. Se trata del atentado contra Hitler que tuvo lugar el 20 de julio de 1944. En este atentado fallido, último de una larga lista, el Führer apenas sufrió unos rasguños. El plan, conocido como Operación Valkiria (que era, en realidad, el nombre del plan de acción aprobado por el propio Hitler para una hipotética situación de emergencia), organizado por el coronel Stauffenberg y otros oficiales de la Wehrmacht, falló por una serie de malditas casualidades (un maletín mal colocado, una inoportuna llamada telefónica) y porque fue llevado a cabo de manera algo improvisada y chapucera. Naturalmente, la venganza de Hitler fue implacable. Algunas de las ejecuciones fueron filmadas (se dice que para uso y disfrute del dictador) e incluso se vejó la dignidad de los cadáveres.
En busca de Klingsor se abre con el Führer regodeándose con las filmaciones arriba mencionadas, y nos presenta en seguida al narrador, Gustav Links, un eminente matemático arrestado y juzgado por su implicación en el complot. Tras contarnos cómo se libró milagrosamente de compartir el destino de los otros implicados, gracias a una bomba aliada que destruyó la sala donde se celebraba el juicio y se llevó por delante al juez (todo esto verídico; se trataba del infame juez Roland Freisler, a quien veremos luego en acción) que estaba a punto de condenarlo a muerte, Links inicia su narración el día posterior a la caída del muro de Berlín. Así, el largo flashback que viene a continuación se presenta, a partes casi iguales, como las memorias de un conspirador contra el Führer, una interesantísima reflexión sobre la imposibilidad de llegar a conocer la verdad de los hechos (construida a partir del teorema de Gödel o la paradoja de Epiménides), y una crónica sobre aquel frustrado magnicidio.
Aquí tenéis unas imágenes de algunos de los acusados, del juicio y, sobre todo, del juez Roland Freisler, furibundo nazi y vergüenza de la raza humana, valga la repugnancia.


En busca de Klingsor se puede leer también como una novela de espionaje. Bien al principio nos encontramos con Francis P. Bacon, físico alistado en el ejército norteamericano, a quien, tras los juicios de Núremberg, se le encomienda la misión de indagar y tratar de averiguar la identidad de Klingsor, supuesto asesor científico del Führer y que gozaba del favor de toda la comunidad científica. Nadie ha visto a Klingsor, nadie sabe quién es, y se rumorea que en realidad nunca existió.
Serán Links y Bacon quienes lleven el peso de la historia, pero siempre desde el punto de vista de Links, que nos refiere lo que oyó de boca de Bacon, con quien colaboró durante un tiempo. La novela está perfectamente estructurada, no sólo en el aspecto temporal, sino sobre todo por el modo en que Volpi ha conseguido armonizar la teoría cuántica (como lo oís) con la elección de los diversos puntos de vista. Aunque soy lego en casi cualquier asunto científico, si lo he entendido bien, uno de los corolarios de la teoría de la relatividad es que es imposible medir con precisión el universo que nos rodea porque estamos inmersos en él. Yendo aún más lejos, incluso por mucho que nos alejemos de la materia observada, por ejemplo el átomo, la acción necesaria para llevar a cabo la observación afectará al objeto de estudio. O algo así. (Y si no, me corregís). El autor integra perfectamente estas teorías en la estructura y la trama de la novela, y lo hace de una manera no sólo clara, sino apasionante.

Carta de Einstein a Roosevelt, donde le informa de los últimos avances en física nuclear y de su posible aplicación militar

Otro episodio que hoy apenas se recuerda es la carrera nuclear que tuvo lugar en aquellos años entre el Tercer Reich por un lado, y Gran Bretaña y EEUU por otro. Alemania nunca estuvo realmente cerca de conseguir una bomba nuclear, debido, sobre todo, ironías del destino, a la limpieza étnica que había llevado a cabo. Naturalmente, los más brillantes de los científicos que se vieron obligados a exiliarse acabaron desarrollando la bomba atómica para los aliados. Sin embargo, aun sabiendo que no conseguirían desarrollar la bomba, Hitler (o más bien, alguno de sus colaboradores más lúcidos) tenía la esperanza de acercarse lo suficiente a su objetivo como para estar en condiciones de negociar una salida airosa. Jorge Volpi (¡qué barbaridad! no he mencionado su nombre hasta ahora; breve presentación: nacido en México, excelente novelista) nos lleva a hacer un fascinante recorrido por algunos de los entresijos de esa desigual carrera nuclear y consigue que incluso lectores como yo, de ignorancia enciclopédica en el tema de la física, seamos incapaces de soltar el libro.

Sin bigote, joven abogado

Con bigote, gran escritor.

¿Y qué o quién es Klingsor? ¿De dónde sale el nombre? La verdad es que éste aspecto de la novela me ha resultado un poco abrumador. Klingsor es uno de los personajes de la ópera Parsifal, de Wagner, y, en mi opinión, el modo en que Links intenta establecer paralelismos entre la investigación llevada a cabo por Bacon y la obra wagneriana no consigue cuajar del todo y resulta, a la postre, un tanto confuso. Pero a todos nos gusta de vez en cuando ver que el autor es más listo que nosotros, ¿verdad?
Porque la verdad es que Volpi entrelaza con una maestría pasmosa ficción y realidad, de una manera muy parecida a como lo hizo Fresán en Jardines de Kensington. Una vez más, ha sido colosal el trabajo de documentación por parte del autor, que parece sentirse a sus anchas en la historia de la fisión del átomo. Y extraordinario es también el modo de presentar narración, intriga, ciencia e historia de una forma tan amena y en una novela tan inteligente.


Y la lectura de esta gran novela me sumió en una breve pero intensa fiebre por la Operación Valkiria que culminó con la película de 2008 del mismo título.
La verdad es que, en lo que respecta al guión y la fidelidad histórica, Operación Valkiria es impecable. Te atrapa desde el primer momento, el tratamiento de los personajes es verosímil, no cae en la sensiblería, el maniqueísmo ni la idealización de Stauffenberg (Tom Cruise), y la tensión va en aumento hasta el final. El trabajo de todos los actores es excelente, empezando por Tom Cruise, quien, por mucho que se tienda a ridiculizarlo por su vida personal, a mí siempre me ha parecido muy buen actor. Se echa en falta, quizá, una dirección algo más personal y ambiciosa. Parece que el director, Bryan Singer, se conformó con tener un reparto de lujo, muchísimos medios y un excelente guión, y no quiso arriesgarse a estropearlo imprimiéndole un estilo algo más definido y original, como sí hizo en aquella inolvidable Sospechosos Habituales. Pero en suma, esta película, pese a concentrarse sólo en uno de los varios ejes desarrollados en la novela, ha resultado ser un complemento perfecto a la apasionante En Busca de Klingsor.
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