lunes, 27 de junio de 2011

Libros de mudanza



En los días de mudanza, uno agradece su contención, desde hace ya lustros, a la hora de comprar libros. Contención, todo hay que decirlo, obligada por motivos económicos y de espacio.
Uno también reflexiona sobre por qué queremos llenar nuestras casas de libros que, en el mejor de los casos, leeremos 3 ó 4 veces; por qué compramos un libro que luego no leemos hasta pasados 10 años; o por qué, al contrario, compramos un libro que acabamos de leer para así poder tenerlo siempre on nosotros... Yo personalmente, y debido a las razones arriba mencionadas, soy un asaltador de bibliotecas. De hecho, me podría formular las mismas preguntas: ¿Por qué saco tantos libros que al final sé que no voy a leer?


Desde hace tiempo apenas compro novelas. Hago una excepción, eso sí, con indiscutibles clásicos, por la sencilla razón de que quiero legar a mis hijos una biblioteca como Dios manda.
Sí compro poesía, ensayo e historia, porque pienso que ese tipo de libros sí se prestan más a ser leídos, releídos y consultados de manera errática aunque frecuente.
Y aun así, pese a mi frugalidad bibliotecaria, he perdido la cuenta de las cajas de libros que he hecho en los últimos días. Eso sin contar los que todavía languidecen en casa de mi madre, a la espera de una casa más grande. Quizá ahora ha llegado el momento de rescatarlos.
La mudanza es también el momento de tomar la dura decisión de deshacernos de libros. Y aquí es donde mi contención compradora me recompensa, y demuestra que lo que entra en mi casa está muy justificado. Fijaos si no en los escasos libros que se han quedado fuera del arca:


Mister Pip, de Lloyd Jones. Está bien, pero dudo que lo vuelva a leer. Es uno de esos libros que no me haría especial compañía desde la estantería.
The blunderer, Patricia Highsmith. Lo mismo.

Restless, William Boyd. Muy bueno, pero con una lectura basta.


Medea, Euripides. Clásico indiscutible, sí, pero tengo las obras completas de Eurípides en otro volumen.


Arroz, El País. Uno de esos libros que regalan de vez en cuando. Ya domino el arroz a la cubana.


Y a continuación, algunos de esos libros que se van vírgenes.






An Italian Education Italian Neighbours, de Tim Parks. Creo que éstos eran de mi cuñado.
La Cultura, de Dietrich Schwanitz. Tenía el subtítutlo de "Todo lo que hay que saber" o algo así.
No sé jugar amb mascares, de Mª Àngels Anglada. No sé que tienen los regalos de la biblio por Sant Jordi que nunca me atraen lo más mínimo.
Quatre contes russos, Pushkin, Chejov, Babel y Berberova. Otro regalo de la biblioteca con motivo de Sant Jordi. Nunca me han atraído estas mezclas  de cuentos y autores totalmente sacados de contexto.
Trunk road to Pakistan. No recuerdo el nombre del autor. Parecía un interesante libro de viajes, pero con todo lo que tengo por ahí para leer, ¿cuándo encontraría tiempo para éste?
Rose, 1944, de Helen Dunmore. Una miniedición de bolsillo de Penguin. Me remito a mi comentario sobre los cuentos rusos.
The Shadow of the wind, Ruiz Zafón. Regalo de mi suegro a mi mujer.

Y ahora, a ver si la compañía telefónica no se demora mucho, me ponen internet pronto, y puedo seguir con las reseñas de lo que sí leo.

miércoles, 22 de junio de 2011

Jernigan, de David Gates; Asterios Polyp, de David Mazzucchelli


"Después bajé al sótano y entré en la sala de ejecución. Sin intención de suicidarme. Lo único que quería, creo, era hacer una barbaridad. Algo que resultara muy difícil negar. Saqué la pistola de la caja de herramientas, me senté en una bala de paja, apoyé la palma de la mano izquierda en la paja áspera, pegué la boca del cañón a esa pequeña membrana que queda entre el pulgar y el resto de la mano, y me disparé ahí con ánimo más o menos experimental. Para ver qué pasaba. Dios santísimo, cómo dolía. Aunque había pasado cosas peores, vaya que sí: ni punto de comparación con, pongamos, un dolor de muelas."

Si hay algo que los americanos hacen como nadie, es escribir novelas como ésta. Jernigan pertenece a ese género conocido (por mí) como "novela de perdedor", y que nos ha proporcionado obras maestras como la salvaje La conjura de los necios o la más civilizada Corre, Conejo y sus secuelas. Jernigan se sitúa de manera equidistante entre las dos: el protagonista, Peter Jernigan, hace tiempo que renunció al sueño americano que sostiene a Harry "Conejo" Armstrong a lo largo de cuatro décadas en un conformista autoengaño, pero nunca llega a la cafre y despiadada misantropía de Ignatius Reilly.
La novela tiene un comienzo de los que te agarran, con un Jernigan que, tras pasarse la noche entera conduciendo borracho a través de la nieve, se baja del coche y camina hasta llegar a una caravana de mala muerte donde pasará la noche y perderá un par de dedos. Poco más tarde, el narrador, que es el propio Jernigan, hablándonos desde un centro psiquiátrico, nos informa de que su amigo el Tío Fred lo salvó de la congelación e hizo las gestiones necesarias para que lo ingresaran. Y con la historia que viene a continuación nos contará cómo un profesor de literatura, casado y con niño e hipoteca ha caído tan bajo.
Jernigan es un personaje muy interesante. Inteligente, culto, incapaz de resistirse a la constante ironía - aunque eso le lleve a alienarse de todos sus seres queridos -, escapa a los esquemas tradicionales de este tipo de novela. Como he dicho antes, Jernigan no está contra el mundo. Simplemente, sabe que no encaja en él.
Es difícil establecer el momento en que empieza su caída. ¿El día en que abandona las clases de literatura y se mete a trabajar en una oficina? ¿El día en que, en medio de una fiesta con amigos, muere su mujer? ¿O cuando conoce a Martha Peretsky, divorciada, macizorra, bebedora, amante de la música country, que cría sus propios conejos y los mata a balazos? 
Jernigan se dirige constantemente al lector, que, no obstante, nunca llega a saber con certeza qué es lo que busca aquél. No le gusta su vida, y sabe que lo que le espera sólo puede ser peor. Parece que lo único que le queda es intentar ser un buen padre, y siente ese dilema de sentirse orgulloso en las escasas ocasiones en que su hijo sigue sus pasos, y al mismo tiempo, ¡no hijo, no lo hagas!, desear para él un camino diferente. De acuerdo, no es una historia que destaque por su originalidad. No es el argumento lo que hace de Jernigan una novela excelente, sino la voz del narrador.

¿He dicho alguna vez que me gustan los escritores de cara interesante?

David Gates consigue dotar a su personaje de una voz divertida y original. Jernigan lanza sarcásticos mandobles a disestro y siniestro, contra todo y contra todos, pero sobre todo contra sí mismo. Hay en su humor cierto tono de indiferencia ante la vida y, sobre todo, ante el resultado de sus chistes. "Sé que no tiene gracia", parece decir, "y me la suda que te rías o no". Pero la novela es francamente divertida. La habitual colección de personajes tarados también se sale de los clichés, y su comportamiento y reacciones pocas veces resultan las esperadas. 
Perfectamente estructurada, tanto en cuanto a ritmo como en tiempo narrativo, redonda en muchos aspectos, Jernigan es una muy buena novela de un escritor poco prolífico. Y termino con la continuación de la cita de arriba:

"Puro Jernigan, al cien por cien: primero te tragas un montón de calmantes, luego quieres sentir algo, al final te quejas y te lamentas porque duele."



Y mira tú por dónde, la tarde en que empecé a escribir la reseña sobre Jernigan, me leí de un tirón esta novela gráfica, y en parte porque ambas comparten ciertos elementos, en parte para ahorrarme trabajo, decidí que las dos cabían en la misma entrada.
Asterios es un tipo desagradable, pagado de sí mismo y mujeriego. Aparte de dar clases de arquitectura,  es un arquitecto de prestigio, tanto que jamás ha visto construido ninguno de sus diseños (como se dice en inglés, "those who can't, teach"). Abandonado por su compañera, se ha ido hundiendo en su lujosa miseria, hasta que una noche, recién cumplidos los 50, un incendio en su apartamento de Manhattan le hace perderlo todo.


Su caída, a diferencia de la de Jernigan, es en picado y dura lo que el incendio. Su redención, sin embargo, sigue un curso parecido: se queda con el primer trabajo que pilla, de mecánico, y se instala a vivir en una habitación en casa de su jefe, un gigantesco bonachón casado con una vidente. Al igual que Jernigan, mientras hace un repaso de lo que ha sido su vida hasta entonces, Asterios tendrá que bajar al mundo real, convivir con personas de un nivel cultural muy inferior y, allí donde Jernigan mata conejos y se agujerea la mano, él se llena las manos de grasa y pierde un ojo de un botellazo. Tal es el particular descenso a los infiernos de nuestros amigos. De hecho, uno de los motivos recurrentes del libro es el mito de Orfeo y Eurídice,


aunque la recreación del mito es sólo uno de los ejes de la novela. En esa recreación se integran algunos de los otros motivos de la obra: la naturaleza dual del mundo y el constante cuestionamiento de dicha dualidad (suena a tostón, ya lo sé, pero eso es sólo achacable a mi estilo). La (cuestionada) dualidad se reproduce en los conflictos entre hombre y mujer, espiritualidad versus materialismo, fatalidad versus libre albedrío o, en palabras del propio Asterios, arte factual versus arte fiticio. Este último a su vez se reproduce en el motivo de los hermanos gemelos, dado que Asterios vivió, e Ignazio, el que hoy sería su hermano, murió. Asterios nos recuerda las increíbles coincidencias que presentan los gemelos idénticos a lo largo de sus vidas debido al fuerte lazo que los une desde el vientre materno. En su caso, este lazo es tan fuerte que Asterios sigue hoy teniendo una relación con su hermano muerto, al que nunca vio. 


Aunque todo el libro es inolvidable, hay capítulos que destacan especialmente, como ése, brevísimo, en el que el simple y mundanal acto de cortarse las uñas de los pies le trae a Asterios el vívido recuerdo de la vida en común con Hana, con todo lo hermoso, rutinario, prosaico y vulgar que tiene la vida en pareja.


En toda reseña que se precie debe decirse que el autor lleva al límite las posibilidades de la novela gráfica. Bueno, pues ésta es una reseña que se precia, así que: en esta novela David Mazzucchelli lleva al límite las posibilidades de la novela gráfica. ¿Y eso en qué consiste? No sólo en la fabulosa composición de las páginas, y en la originalidad de las viñetas. Lo que distingue a Asterios Polyp de otras excelentes novelas es el uso que hace el autor de la tipografía y, sobre todo, del color y de las formas. Llevar al límite las posibilidades de un arte consiste en expresar con él lo que no puede expresarse con ningún otro arte. No sé si esto será un defecto, pero existen grandísimas novelas gráficas que podrían perfectamente ser novelas a secas. Y no sé si esto será una virtud, pero sí sé que Asterios Polyp no sobreviviría a la amputación de lo gráfico.


En otras palabras: fascinante, inteligente y hermosa, Asterios Polyp es una de las novelas gráficas más gráficas que leído nunca. 

miércoles, 15 de junio de 2011

The picture of Dorian Gray, de Oscar Wilde



Sucede a veces que el escritor da con una idea poderosa y la convierte en una historia memorable. Y sucede de vez en cuando que esta historia memorable puede resumirse en una sencilla imagen. Es entonces cuando nace el clásico, es decir, esa obra que todo el mundo conoce aun sin haberla leído. Del Quijote tenemos la imagen del caballero de la triste figura atacando, lanza en ristre, los molinos; de Gulliver, el protagonista atado de pies y manos en el país de Liliput; de Robinson Crusoe, Viernes y las huellas en la arena; del Doctor Jeckyll, el humeante brebaje en el londinense sótano; y de Dorian Gray, el efebo sin alma frente a su decadente retrato. Así, Wilde, en esta obra, dio con la idea perfecta para crear una obra que, lejos de ser impecable, sí es inmortal.

Se me ocurre que ésta podría ser una buena idea para una entrada: cuáles de las grandes obras de la literatura se pueden representar en una imagen icónica, y cuáles no. Homero da para más de una; Dickens, también; Dante, menos. En cambio, Faulkner no se presta al juego en absoluto; Dostoievsky; algo; Tolstoy, poco. En fin, si nadie recoge el guante, quizá me ocupe de esto en otra ocasión.
Pero esta icónica imagen es sólo una de las razones por las que El retrato de Dorian Gray es un clásico. Entre las otras muchas...

...tenemos aquí a un Wilde maduro, en la cúspide de su narrativa - inmediatamente después se dedicaría de lleno a las obras teatrales - y con el equilibrio perfecto entre ingenio y pasión. En cuanto al ingenio, el libro, de hecho, y sobre todo cuando habla el cínico de Lord Henry Wotton, es una sucesión de aforismos, muchos de los cuales han pasado a la historia. Y en cuanto a la pasión, qué mejor ejemplo que ese antológico prefacio, donde Wilde expone sus teorías sobre arte y belleza ("El artista es el creador de cosas bellas"), y donde, sobre todo, planta cara a esa respetabilísima sociedad victoriana, siempre dispuesta a escandalizarse ante un hombre que se negaba a hacer encajar su moral en la horma de la época: "No existe eso que se llama un libro moral o inmoral. Existen libros bien escritos y mal escritos".

Dorian Gray abarca varios de los eternos temas de la literatura. Verbigracia, la dualidad bien y mal, con un planteamiento que nos recuerda al de su admiradísimo Stevenson en El Doctor Jeckyll... No obstante, en la obra que nos ocupa, dicha dualidad parece plantearse más bien en términos de conflicto entre la ética y la estética, un conflicto presente en Wilde desde sus primerísimos cuentos, como "El Príncipe feliz" o "El ruiseñor y la rosa". ¿Puede el mal ser hermoso?
Este conflicto nos lleva a otro de los temas centrales del libro, y que, con frecuencia, queda relegado en favor de otros más evidentes. Se trata de la fisiognomía, la ciencia según la cual es posible determinar la personalidad a partir de los rasgos faciales. La fisiognomía nació en la Grecia clásica, y a lo largo de la historia tuvo épocas de esplendor y otras de oscuridad. En la Inglaterra victoriana estaba una vez más en boga, y, como tuve ocasión de ver en una memorable exposición en Londres hace unos años, incluso las instituciones policiales de la época estaban familiarizadas con la ciencia en cuestión. En El retrato... leemos una y otra vez que una persona de la belleza de Dorian no puede ser mala.

¿Criminales o monjes franciscanos? La respuesta, en la fisiognomía

Numerosos son los críticos que, al analizar Dorian Gray, hablan, en primer lugar, del tema faustiano, asociación que al lector le parece evidente. No en vano, Gray ofrece su alma a cambio de la juventud eterna y, para su desgracia, su deseo se hace realidad. Y aquí es donde se plantea, a mi juicio, la pregunta más interesante: en este pacto faustiano, ¿quién interpreta el papel de Mefistófeles? El primero que nos viene a la cabeza es Lord Henry. Sin embargo, este personaje se nos antoja más cínico ("me gustan las personas más que los principios, pero lo que más me gusta son las personas sin principios") que realmente diabólico. Además, ¿qué gana él con el pacto?
Por ello, y ante la inquietante ausencia de candidatos claros al satánico papel, nos remitimos a otro de los grandes temas del libro: la influencia. Nos dice María Moliner que influencia es el "poder que ejerce alguien sobre la voluntad de otro". Tras haber conversado apenas un rato con Henry, el hasta ahora bastante soso e inocente Dorian se descompone: "Lord Henry Wotton tiene toda la razón. La juventud es lo único que merece la pena en esta vida. Cuando me sienta envejecer, me mataré". Tenemos así un círculo de viciosa influencia, en el que la belleza de Dorian influye en el cuadro de Basil ("... porque, mientras lo pintaba, Dorian estaba sentado a mi lado. Una sutil influencia pasó de él a mí..."), que a su vez influye en Henry, quien a su vez vuelve a influir en Dorian y su terrible anhelo. Pero además, este círculo vicioso se ve arrastrado bajo otro satánico influjo: el de la misteriosa, venenosa y decadente novela francesa que Henry presta a Dorian.

 Joris-Karl Huysmans, de ángel caído a arrepentido

Como si fuera una bruja a la que la Santa Inquisición obliga a confesar que ha copulado con el diablo, Wilde, en el juicio contra él celebrado en 1895, se vio obligado a admitir que aquel misterioso libro era À rebours, del francés Joris-Karl Huysmans. Con el libro como una de tantas pruebas incriminatorias, Wilde fue encarcelado. Y entre los libros que pidió en prisión, estaba nada menos que En route, donde Kuysmans relataba su conversión al catolicismo.
Y con ello se cierra un gran círculo virtuoso, el de esta grandísima novela, sencilla, pero rica y sugerente como pocas.

viernes, 10 de junio de 2011

Tres novelas gráficas


Suele decirse que el siglo XX no empezó en 1901, sino el día en que Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando. La Primera Guerra Mundial, que empezaba con aquel magnicidio, iba a significar no sólo el fin de una época y un imperio, sino que representó también, en términos militares, el comienzo de una nueva forma de hacer la guerra. Esto se aprecia perfectamente en la novela que nos ocupa, donde, a diferencia del ejército alemán o el inglés, ambos mucho más modernos, el ejército francés va todavía uniformado como si fuera a batirse en una batalla napoleónica, con unos uniformes rojos y azules que parecen decir "dispárame".


El título es bastante explícito sobre cuáles son las intenciones del autor, a saber, una denuncia en toda regla de la guerra y, más precisamente, del poder de gobiernos y generales sobre la vida de sus soldados, a quienes mandan como bestias a una muerte segura, larga y dolorosa.
¡Puta Guerra!, cuyo argumento no es más que la historia de la guerra, está narrada desde el punto de vista de los soldados, aunque no hay "bocadillos" de diálogo, sino la voz de un narrador que es uno y todos los soldados. Los vemos marchar de un campamento a otro, comer, cagar, matar, hermanarse con el enemigo y estallar en pedazos. La indigna grandilocuencia de los mandamases apenas merece un par de pinceladas de vez en cuando.


Las guerras siempre son putas y, con frecuencia, absurdas. Pero lo que hizo que la Gran Guerra fuera paradigma de puterío y absurdidad fue la novedad que introdujo en el arte bélico: la guerra de trincheras. Verdún o el Somme son nombres que, entre otros, han quedado asociados a espantosas matanzas prolongadas durante meses, en las que los hombres, por arrebatarle al enemigo una colina o una decena de metros ganados hoy, perdidos mañana, se enfrentaban a bayonetas, granadas, obuses, lanzallamas, fango, ratas o piojos. Todavía hoy, cuando se habla de The Great War, en Gran Bretaña todos entienden que se está hablando de la guerra del 14, y se dice que no hubo familia en Inglaterra que no hubiera perdido al menos a uno de sus miembros en ella.


Todo esto es ¡Puta guerra!, nacida a raíz de las historias que le contó al autor su abuelo, y que de hecho es una secuela a La guerra de las trincheras, de la que se dice que es aún mejor.
El libro viene acompañado de un DVD que nos muestra a Tardi en pleno proceso fumador, creativo y de investigación, junto al historiador Jean-Pierre Verney, que se ha montado el solito una impresionante colección de objetos, uniformes y armas de aquella guerra suficientes para llenar un museo que, a estas alturas, ya debe de estar funcionando. De Verney es el dossier que cierra el libro, una especie de anuario de la Guerra y un excelente documento para redondear esta gran obra.




Poco tiene que ver El carro de hierro con otras creaciones del autor noruego. Recuerdo la impresión que me causaron Chhht! y Yo maté a Adolf Hitler. Aparte de la fuerza expresiva que, curiosamente, tienen sus antropomorfos y hieráticos perros, gatos o gallinas, esas novelas eran creaciones del propio Jason, y tenían una frescura y originalidad que se echa a faltar en El carro de hierro. Esta novela es la adaptación que ha hecho el autor de un clásico de la novela noruega de misterio, y el problema que ello implica es que Jason ha tenido que sacrificar uno de los rasgos más característicos de su estilo: el silencio.
Como el propio título sugiere, Chhht! era una colección de historias sin una sola palabra, donde la expresividad de los animales y la lúcida imaginación del autor suplía con creces los diálogos. En la genial Yo maté a Adolf Hitler había diálogo (creo recordar), pero reducido a su mínima expresión. La obra que nos ocupa, sin embargo, al ser una adaptación de una novela de misterio, se antoja bastante difícil de plasmar sin dejar de ser fiel a una de sus señas de identidad. Quizá el autor de la novela original sea un gran maestro olvidado de la literatura noruega al que Jason ha querido rendir un homenaje. Si no es así, la verdad es que no entiendo qué se proponía con este libro.
Hay que decir, no obstante, que el estilo de Jason sorprenderá a quien no lo conozca. En ese sentido, ésta es una buena obra para empezar a conocerlo.


Crónicas birmanas es una especie de diario de un año en la vida de Delisle, concretamente el que pasó en Birmania (o Myanmar, el nombre oficial actual, aunque el nombre Birmania sigue siendo preponderante en buena parte de Europa y Norteamérica) con su mujer, miembro de Médicos sin Fronteras, y su hijo de, a la sazón, poco más de un año. Con su dibujo, a un tiempo impecable y desenfadado y su estilo narrativo, que aquí nos recuerda a un blog, el autor nos describe la odisea, a veces pequeña, a veces no tanto, que supone la vida en un país como Birmania. Sus descripciones de los círculos de expatriados o miembros de ONGs son siempre certeras. Sus observaciones del día a día nos sorprenden por su inteligencia y agudeza, y por ser, al mismo tiempo, obvias. Delisle no juega a ser más listo que nadie; su sencillez es sincera. Tenemos la sensación de que no se trata de un autor de prestigio internacional quien nos habla, sino un amigo que acaba de volver de viaje con un saco lleno de anécdotas. 
En pocas palabras, Crónicas birmanas es un libro excelente que, no obstante, me ha sabido a poco después de Pyonyang.

viernes, 3 de junio de 2011

La Gran Trilogía (3): Flores en la nieve

 

¿No te gusta la sopa? Pues toma dos tazas. Y si no te gustan las autobiografías, toma tres.
Porque La Gran grandísima Trilogía es, en esencia, una autobiografía multiplicada por tres. 
Contaban que cuando llegó a casa era poco más que un animal. Le habían arrancado el vestido de aldeana y habían quemado inmediatamente el refajo, la falda, la zamarra sin mangas de piel de cordero y las alpargatas. Pero con ropa de ciudad tenía un aspecto tan esperpéntico que podía asustar a cualquiera. Alguien, con burdo sarcasmo, había dicho que podía hacer abortar a las embarazadas con las que se cruzase...
Así comienza Flores en la Nieve, con la historia de Kassandra, la nodriza y niñera del autor, un ser de aspecto simiesco, salida de lo más profundo de los Cárpatos, que hablaba un batiburrillo de todas las lenguas de la zona, con un pasado de leyenda en el que había hambre, una violación, un hijo perdido, y que el padre del autor sacó de un convento donde estaba recluida. La historia de Kassandra ocupa 60 páginas bellísimas y fascinantes, que nos llevan mucho más allá del mundo perdido del Imperio Austro-húngaro, al corazón de los bosques de centroeuropa, a una tierra de lobos y urogallos, cuentos populares, brujería y, siempre, la guerra.


Flores en la Nieve está dividida en cinco partes, cada una de las cuales está dedicada a las personas que compartieron la infancia, adolescencia y primera juventud de Rezzori, a saber, la ya mencionada Kassandra; su madre, persona melancólica, siempre al borde de la histeria, y con una eterna carga de culpa por pensar que no supo demostrar su amor materno; su padre, de personalidad arrolladora, despreocupado, impulsivo, fanático de la caza y antisemita hasta la médula, al tiempo que declarado enemigo del Führer; su hermana, con la que el autor mantuvo toda la vida una relación de amor, odio y envidia, o Strausserl, la institutriz, la anciana, refinada y cultísima dama que educó a varias generaciones de la familia del autor.

El libro no tiene desperdicio. Uno tiene la sensación, al leerlo, de que lo que Rezzori nos entrega aquí no es el recuerdo hecho relato, sino al revés, el relato hecho recuerdo, tal es su fuerza de evocación. Supongo que algún filósofo habrá dicho en algún momento que vivimos en o a través de los demás, y viceversa. Somos en tanto que el otro nos recuerda, del mismo modo que aquél a quien olvidamos podría no haber existido nunca. De Kassandra, por ejemplo, debido tanto a la precipitada huida del país ante la supuesta llegada de los rusos, como a los celos de la madre por no haber sido ella la que amamantó al autor, no se conservó ni una sola foto, y sin embargo, su recuerdo es tan vívido como el de nuestros abuelos. Respecto a su hermana, muerta a los 22 años, nos cuenta Rezzori que empezó a sentir su presencia con mucha más fuerza desde el día en que murió. Quizá se sentía compensado así por aquellos cinco años que ella le llevaba y que él nunca le perdonó, años en los que él no existía, años que transcurrieron en otra casa, dieron forma a unos recuerdos ajenos, y conformaban otro mundo y otra vida, incomprensibles para el pequeño Rezzori, tanto más si tenemos en cuenta que su nacimiento coincidió con el inicio de la Primera Guerra Mundial, es decir, con el final de aquel mundo.

La Gran Trilogía no es una infancia narrada desde tres puntos de vista. Tampoco son unas memorias divididas en tres partes. Son, que quede bien claro, tres tazas de autobiografía. Eso sí, cada una de ellas personal e intransferible, de lectura independiente y, exagerando un poco, tan diferentes entre sí como podrían serlo de haber sido escritas por diferentes autores. Si en Un Armiño en Chernopol Rezzori nos ofrecía la reconstrucción mítica de su infancia y de su Chernovitz natal, ciudad que abandonó en 1936 y a la que volvió cincuenta y tres años más tarde, y en Memorias de un antisemita se entregaba a un juego que, salvando las enormes distancias y aun a riesgo de decir una soberana memez, me recuerda a la técnica fabulística de Kayser Soze en la película Sospechosos habituales, en Flores en la Nieve se adentra en una galería de recuerdos y descuelga los de aquellas personas "a través de" las cuales, como he dicho antes, vivió su infancia. Es de agradecer (y engrandecer) la ausencia total de cualquier tipo de alarde, pose o cliché por su parte. Aquí no hay melodrama. No hay cuentas que saldar ni almas que desnudar, no hay orgullo ni falsos actos de contrición, no hay sentimentalismo ni nostalgia. Sólo hay recuerdos, memoria, belleza y un fabuloso talento literario.


No entiendo cómo hay gente a la que no le gusta la sopa. O las autobiografías. ¿Cómo? ¿Que sobre gustos no hay nada escrito? De eso nada, hay escrito y mucho. De hecho, para bien o para mal, hasta la crítica más prestigiosa, sea de música, cine o literatura, se reduce en el fondo a deshojar la margarita del me gusta - no me gusta. Otra cosa es que los gustos no tengan explicación, que es lo que se dice en anglosajonia: there's no accounting for tastes. Ahí ya que sí que estoy de acuerdo... ¿pero la sopa?
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