jueves, 5 de mayo de 2011

Pyongyang, de Guy Delisle


El creador, el artista, el periodista, el cómico, el novelista, el reportero, el vecino de al lado, todos se sienten impotentes ante Corea del Norte. Literalmente, no existen palabras con las que aproximarse, por muy remotamente que sea, a la realidad de ese país; palabras con las que siquiera esbozar un asomo de mirada superficial a ese pueblo. Ese país se impone al lenguaje, a la experiencia, al raciocinio, y a todo lo que nos hace humanos. Esa es la suerte y la desgracia de Delisle. 

El qeubequense Guy Delisle tuvo la oportunidad de pasar una temporada en la indescriptible República de Corea del Norte trabajando como supervisor en una película de dibujos animados. Pyongyang es una crónica de esa temporada, una crónica de la impotencia que siente el observador más agudo al enfrentarse a un mundo que hace que el 1984 de Orwell parezca Barrio Sésamo.
De hecho, el libro de Orwell, que la ignorancia de un agente de aduanas permite a Delisle introducir en el país, nos acompaña en todo momento a lo largo de la historia. Sin embargo, sospecho que ni siquiera el autor inglés hubiera podido imaginar un Gran Hermano tan omnipresente como Kim Il Sung. O quizá sí. Quizá sí imaginó un culto al líder como el que se profesaba a Kim Il Sung y ahora a su hijo, pero en el último momento pensó: "no, no puedo retratarlo así; aunque sea ficción hay que preservar cierta verosimilitud".


Delisle se enfrentaba a dos tipos de dificultades para escribir este libro. En primer lugar, la represión total y absoluta de la población y la imposibilidad de relacionarse con ella. Desde el primer día, el autor tiene que cargar con acompañantes (guías-vigilantes) que no lo dejan a sol ni a sombra, y que lo llevan de aquí para allá mostrándole lo que se le puede mostrar y repitiéndole como un mantra las consignas revolucionarias. Ante las personas que los domingos pintan puentes oxidados que, pasados tres días, vuelven a estar oxidados, los acompañantes dicen "son voluntarios". Ante las mujeres que barren las autopistas por donde pasa un coche cada tres horas, "voluntarias". Ante el asombro de que no se ve ni una sola persona discapacitada por las calles, responden que así de sana y fuerte es la población del país, motivo por el que tampoco hay homosexuales.
Y en segundo lugar, imagino que el autor tuvo dificultades para dar con el tono adecuado para su retrato de esa sociedad. Lo que sucede en Corea del Norte es monstruoso a la vez que grotesco. Es ridículo y es trágico. Todo ello se sabe, pero de nada de ello se tiene constancia. La ironía no haría justicia, el sarcasmo sería inaceptable frente a las víctimas; la denuncia, redundante. El gran acierto de Delisle es haber aceptado su impotencia como observador, la imposibilidad de hacer un análisis medianamente profundo de la sociedad, y simplemente limitarse a la crónica de su estancia. Puede permitirse cierto desenfado y, en ocasiones, la burla, como cuando visita los museos del Gran Líder. Pero su gran mérito está en haber evitado una sátira al estilo Borat.

La novela tiene momentos e imágenes difíciles de olvidar. Por ejemplo esa ocasión en que el autor, sin él mismo saber cómo, consigue dar el esquinazo a sus guías y salir a la calle solo, y se encuentra con que se ha vuelto invisible. Nadie lo ve. Nadie lo mira. La gente, que en su mayoría jamás ha visto a un extranjero, o unos zapatos de calidad, o un reloj, pasa a su lado sin dedicarle ni la más fugaz mirada, tal es el peligro de entablar conversación con un capitalista. O esa indescriptible visita al metro de Pyongyang, donde el guía le muestra orgulloso dos estaciones de un lujo deslumbrante mientras afuera apenas hay luz para iluminar las calles. Dos estaciones. Dos. No se sabe de nadie que haya visto más.
Pero también recordaremos Pyongyang por su impresionante descripción de los inmensos restaurantes vacíos y los megahoteles inacabados; por su vívido retrato de la pequeña colonia de extranjeros, en su mayoría miembros de ONGs; por los breves vislumbres que nos ofrece de la personalidad y humanidad de sus acompañantes; y, cómo no, por esa triste visión de la tortuga marina encerrada en una miserable pecera, un acertado y desolador símbolo de esa sociedad.

No es megalomanía, sino prosperidad

La impotencia del observador a la que hacía referencia anteriormente se hace explícita en la pregunta crucial que se hace en un  momento dado el autor. ¿Qué piensa de verdad la gente? ¿Se creen todo esto? Quizá para responder a esa pregunta tendríamos que volver a Orwell, a la policía del pensamiento y a la idea de "el miedo a pensar". Pero tal es la perplejidad de Delisle que ni él mismo, uno de los pocos elegidos para conocer de primera mano la realidad del país, se atreve a ir tan lejos.
Y aquí no puedo dejar de lamentar mi experiencia personal al respecto. En mi estancia en la Unión Soviética, allá por el curso 1990-91, tuve ocasión de conocer a Song, un estudiante norcoreano. Era una persona afable, aunque bastante reservado. Vivía en la habitación de al lado y compartíamos lavabo y cocina. Pues bien, burro de mí, niñato inmaduro e ignorante, en aquellos largos y gélidos meses jamás se me ocurrió entablar con él una conversación sobre su país. ¡Qué mejor ocasión habría tenido! Quién sabe, quizá lejos de los ojos del Gran Hermano me habría podido contestar a la pregunta de Delisle.

Refugiados norcoreanos.

Por último, nada mejor que recordar los funerales del Gran Líder. Iba a hablar de las emotivas imágenes, las conmovedoras muestras de condolencia, y todo eso, pero, como ya he dicho, aquí la ironía no funciona, no llega, no da la talla. Además, bien mirado, maldita la gracia que tiene este vídeo. Es terrorífico y espeluznante.


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