viernes, 26 de marzo de 2010

Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski

Estaba al lado de Andréyev, tenía un nombre polaco, era de Pre-textos, así que lo cogí de la estantería. Empecé a leer la introducción de Sergio Pitol, (autor también de la extraordinaria traducción), y ya no pude dejarlo. 
La historia que aquí se cuenta está basada en un hecho histórico: la cruzada que en la Francia del s. XII emprendió un grupo de niños, decididos, ante la desidia de reyes y prícipes, a liberar de una vez por todas Jerusalén del dominio del infiel turco. Marcel Schwob ya había utilizado la historia para La cruzada de los niños, y en 1959 Andrzejewski, autor hasta ahora totalmente desconocido para mí, la recuperó para el libro que nos ocupa.
A pesar de que se trata de una novela de apenas 90 páginas, no estamos ante una lectura ligera. Es más, es uno de esos casos en que desde la primera línea hasta la última no se da tregua al lector. Mientras la novela de Schwob presenta una serie de monólogos, Andrzejewski, que no relataba simplemente una fascinante y extraordinaria historia, sino que se rebelaba contra la novelística al uso en la Polonia soviética, quiso fundir todas las voces y todos los tiempos en un único texto, en una única frase (de hecho son dos frases: una de 90 páginas, y una de cinco palabras). No es, contrario a lo que podría parecer, de difícil lectura, aunque, como ya hemos dicho, no se trata de una lectura ligera y requiere una especial concentración. Si leemos con atención, saboreando las palabras, la traducción y la sencillez de la historia, veremos que en todo momento sabemos quién habla a quién, cuándo y acerca de qué. Andrzejewski se ocupa de que las ideas principales se vayan repitiendo a lo largo de la novela. Así, la revelación de Santiago la oímos unas cuantas veces, pero sólo al final se nos revela en toda su esencia. 
La historia no puede ser más sencilla: los niños que escuchan las palabras de Santiago y emprenden la cruzada. Poco a poco, vamos descubriendo que lo que empuja a niños y sacerdote hacia Jerusalén no son las palabras de Santiago, no es la fe, sino el amor. No el amor a Cristo, sino el amor físico y voluptuoso. No la esperanza, sino el deseo de ésta. El deseo. También la nostalgia. Las ganas de recuperar la juventud perdida. 
Lo que hace de esta novela una absoluta obra maestra es, ante todo, la forma en que el autor entrelaza estas ideas y nos las muestra por sus dos lados, el más superficial y el más profundo; la forma en que ha sabido narrar, a partir de un hecho acaecido hace ocho siglos, una historia tan revelante en el lugar y el momento en que la escribió; así como el final, trágico y salvaje, y al mismo tiempo abierto a una (¿ciega?) esperanza. 

martes, 23 de marzo de 2010

Relatos, de Rudyard Kipling

Kipling tiene mala fama. Se ve que era un facha. Ser un defensor convencido de las bondades del Imperio Británico (aunque no le dolían prendas cuando pensaba que debía criticarlo), junto con un par de irrelevantes anécdotas basta para que te metan en el cajón de los fachas. Naturalmente, el hecho de que le endosen un adjetivo tan absurdo da una idea del nivel intelectual de quienes lo emplean. Por eso es tan reconfortante leerlo: en primer lugar, porque cualquier escritor que esté mal visto por los dictadores de lo políticamente correcto es hoy en día una bendición; y en segundo lugar, porque, como dice Alberto Manguel en el postfacio, "este libro contiene algunos de los relatos más perfectos escritos en lengua inglesa."
La selección de relatos, también a cargo de Manguel, si bien presenta algunos peros, sí es muy acertada por cuanto nos muestra de manera muy clara la evolución en los relatos de Kipling. Y una cosa puede decirse: Kipling nunca es "sencillo". Eso es algo que se va acentuando conforme va madurando como escritor, hasta llegar al estilo críptico de "Aficionados", pero que está ya bien presente en sus primeros relatos. Sirvan como ejemplo "La casa de las cien penas" o "La extraña galopada de Morrowbie Jukes". En este último, como sucede con otros, Kipling le da al relato un final que a primera vista se nos antoja precipitado. La historia nos pide, nos exige una segunda lectura. En unos casos, esa segunda lectura, aparte de un gran goce como lector, nos causará más perplejidad; en otros, nos quedaremos con la duda de si las cosas son tan simples como aparentan, como en "El jardinero".
Maravillosos son "El hombre que pudo reinar", de todos conocido; el autobiográfico "Bee bee, ovejita negra"; el irónico y borgiano"Un hecho real"; y, sobre todo, "El mejor relato del mundo", otra joya de estilo borgiano y que, valga la hipérbole, que no sé si será el mejor del mundo, pero lo intenta de manera muy digna. Pero la verdad es que, aparte de "La colmena madre", una fallida fábula indescriptiblemente tediosa, no hay relato que no sea un pequeño prodigio de originalidad e inteligencia.
Como único punto negativo de la edición, destacaría que la traducción se habría beneficiado de una revisión más exhaustiva.

viernes, 19 de marzo de 2010

Aún más lecturas breves



Cualquiera que haya leído las desgraciadamente escasas novelas de Agota Kristof, tendrá interés en leer esta "narración autobiográfica". No le decepcionará. 
En L'analfabeta no sólo tenemos una vez más su inconfundible estilo, lacónico, duro, triste, aunque en este caso salpicado de apreciaciones y opiniones sobre lengua, política, o la condición de exiliado. También nos encontramos con episodios que los lectores de Ayer o Claus y Lucas reconocerán perfectamente, como el trabajo en la fábrica, o la huida a medianoche a través de la frontera.
Una vez más, me maravilla la capacidad de concisión de un autor. En apenas 52 paginitas, en once ligerísimas pinceladas ("Los inicios", "Lengua materna y lenguas enemigas", "La muerte de Stalin" o "¿Cómo se vuelve uno escritor?") Kristof nos ha contado su vida. Otros cuentan menos cosas en 500 páginas.

¿Cómo es posible que no hubiera leído antes esta maravilla? (pregunta retórica: porque nunca me había caído en las manos, y porque el nombre de Nerval no me decía mucho). Aunque, pensándolo mejor, quizá la he leído en el momento adecuado. De hecho, dado el tema que trata, me pregunto cómo puede un adolescente o incluso un veinteañero llegar a entenderla. (¿Entenderla? Creo que aquí es necesario otro "aunque".) No es una novela para entender. Es más, fue un consuelo saber que el mismo Proust asegura que constantemente tenía que volver atrás varias páginas para saber dónde estaba.
Lo que pudo haber sido y no fue. No he leído nada donde se retrate mejor... aunque tampoco es un retrato, no. Lees y recuerdas y sueñas y imaginas y revives y lo quieres cambiar todo, y piensas que, bueno, también están bien las cosas como están. Aunque...

Podría decirse que esta novelita es una apología de la misoginia, pero una vez más, tratándose de Joseph Roth, ¡está tan bien escrita!
Es probable que Roth fuera un misógino, y es un hecho es que su mujer, al igual qu la protagonista de El triunfo... tuvo que ser confinada en varios sanatorios a lo largo de su vida. La señora Roth padecía esquizofrenia, a diferencia de Gwendolin, quien, según da a entender el doctor Skowronnek, sufre de aburrimiento, superficialidad, miedo a envejecer y una incontrolable propensión a la infidelidad.
La novela está construida sobre un recurso estilístico muy habitual: un narrador que nos habla de un amigo que un día le contó una historia, y es la que nosotros escuchamos a continuación. Es una forma de interponer dos barreras entre el autor y el relato propiamente dicho. Quizá en este caso el autor lo utiliza para alejarse un poco de las opiniones que en él se vierten, pero no creo que sea muy aventurado concluir que son las opiniones del propio Roth. Tanto es así que al final parece olvidarse de recoger hilos y volver al narrador principal a la conclusión de la historia. No lo hace, y las últimas líneas son:
"Deformes, resentidas, amargadas, no tardaréis en iros a la tumba. Y más abajo aún, al infierno. Sonreíd. ¡Sonreíd!"
Quizá sea ése el único fallo en esta historia, menor si se quiere, pero absolutamente Rothiana. Una vieja historia que cobra nuevo interés merced a un equilibrio perfecto entre el desarrollo de los personajes, el ritmo, la longitud y el modo en que está estructurado.

martes, 16 de marzo de 2010

Night train, de Martin Amis


De Martin Amis no había leído más que la alabadísima y, en mi opinión, fallida Time's arrow. Y eso a pesar de que es uno de esos autores que siempre están ahí, presentes en conferencias, artículos y de os que la gente habla. Por eso cogí este libro con algo de recelo, recelo que se desvaneció pasadas las primeras líneas.
Lo primero que llama la atención de Night train, aparte de la narradora y su curioso nombre, Mike, es el estilo de la novela. Quizá habría que decir antes que se trata, en apariencia, de un thriller. Pues bien, Amis consigue crear un estilo absolutamente original dentro de las convenciones del género. En boca de Mike Hoolihan la introducción a la historia, del tipo "soy policía y he visto de todo, pero nada como el caso de fulanito" no nos suena a un refrito de Chandler. Tiene, más bien, el estilo fresco y realista de The Wire.
Como he dicho, Night train es un thriller sólo en apariencia. En realidad, esta breve novela, de apenas 150 páginas, constituye, sobre todo, una interesantísima reflexión sobre el suicidio. La detective Hoolihan está encargada del caso de la muerte de una joven. En su primera parte, la que más se ajusta al estilo de la historia detectivesca, la novela nos depara las habituales sospechas y sorpresas, para finalmente volver a la conclusión del suicidio. ¿Qué queda entonces que decir, si no hemos llegado a la mitad del libro? Pero es entonces cuando comienza la parte más fascinante, la búsqueda del porqué.
"Motive, motive. "Motive": that which moves, that which impels. But with homicide, now, we don't care about motive. We never give it a second's thought. We don't care about the why. We say: Fuck the why. [...] That's homicide. This is suicide. And we all want a why for suicide."
Creo que preguntarse qué puede llevar a una chica de familia acomodada, bella, radiante, feliz, con un trabajo que la apasiona y querida por todos los que la conocen, daría una idea equivocada de lo que es la novela. Esas preguntas no dejan de resonar a lo largo de la segunda parte. Y sin embargo, no se trata de eso.
Personajes redondos, diálogos magistrales, estilo propio, y sobre todo, la sensación que nos queda de que hay mucho más de lo que en nuestra primera y, por fuerza, acelarada lectura sólo hemos intuido.

viernes, 12 de marzo de 2010

Deadwood season 3

Cuando se realiza una serie de TV basada en hechos históricos, como es en este caso el nacimiento y desarrollo de Deadwood, en la que la mayor parte de los personajes, desde el sheriff hasta el empresario, pasando por el dueño de un burdel, también están basados en personajes históricos, se corre el riesgo de anteponer la verdad histórica a lo que en última instancia debería ser una serie de TV, es decir, entretenimiento.
Dicho lo cual, esto no debe llevarnos a pensar que la tercera temporada de Deadwood no es entretenida. Es más, creo que en algunos aspectos es todavía más interesante que las temporadas anteriores. Sin embargo, en otros aspectos creo que es la más fallida. Y ello es debido a que los guionistas han decidido ser demasiado fieles a los hechos.
Empecemos con Wyatt Earp, un personaje histórico sobre el que se han hecho películas. Cabe suponerle, por tanto, cierto interés comopersonaje. Pues bien, un buen día el señor Earp se presenta en el campamento con el tarumba de su "hermano", y tras un par de episodios en losl que nos dejan fríos con sus anodinas andanzas desaparece. Sin más.
Continuemos con la compañía de teatro. Por lo visto, dicha compañía existió y se instaló en el campamento. ¿Justifica eso el tiempo dedicado a unos personajes absolutamente irrelevantes en lo que concierne a la trama? (Bueno, al menos a mí me ha servido para conocer a la despampanante y carnosa Cynthia Ettinger, lo cual no es moco de pavo).
Otro problema ha sido el anticlímax de la historia. Evidentemente, los guionistas de nuevo se han atenido a los hechos, y de nuevo han tomado una decisión errónea. "I did nothing", dice Bullock reprochándose el haber dejado marchar al desalmado empresario. (Un Bullock, por cierto, que contrario a los principios que ha mostrado a lo largo de más de 30 episodios, no parece sentir más que una olímpica indiferencia ante la suerte de la prostituta que paga por Trixie con su vida). En efecto, al final Bullock no hace nada. Nadie hace nada. No pasa nada. Quizá alguien diga que este final tan lacónico es preferible al tiroteo y matanza que se esperaba. A mí, desde el punto de vista de un televidente, me parece un final paupérrimo.
Y a pesar de todo esto, confieso que he seguido la serie con devoción. Tiene un inicio titubeante, con unos episodios iniciales lastrados por una absurda y falsa necesidad de hacer un rápido repaso de todos los personajes, y cierta vacilación sobre el hilo principal de la historia. Pero no tarda en despegar, gracias, una vez más, a los personajes, mucho más importantes e interesantes que el argumento en sí.
En esta temporada hemos visto desarrollarse como personajes mucho más ricos y complejos a gran parte de los secundarios. Bullock, Sweringen, Sol o el doctor ya habían quedado bien definidos en las series anteriores y no hemos visto ninguna evolución en ellos. De hecho, a mí Bullock me parece que se ha quedado estancado con sus severas miradas (aunque el tirón de orejas que le propina a Hearst y uno de sus secuaces es todo un descubrimiento). También Trixie, condenada a estar de mala hostia por toda la eternidad.
Sin embargo, Johnny, Dan, Joanie, Steve, el "general" negro o Richardson se revelan como personajes complejos y, en muchos casos, más verosímiles que los principales. Inolvidable el conato de duelo entre Johnny y Al. Maravillosa la escena de Dan curándose las heridas espirituales tras la pelea con el gigante. Richardson haciendo malabarismos. Hostetler pegándose un tiro por no seguir oyendo los insultos de Steve. Mr Ellsworth rechazando las favores de su esposa. El "general" negro cuidando de un incapacitado Steve.
Y qué decir del lenguaje. Shakespeariano, rebuscado en su formalidad, bellamente profano, ininteligible en su mayor parte, genial siempre.
En resumen, a algunos devotos les gustará, a otros les decepcionará. No recomendable para no iniciados.

lunes, 8 de marzo de 2010

Travessant fronteres, de Czeslaw Milosz (1)

Esta antología de Milosz se abre con una selección de Salvación, escrito en Polonia durante la II Guerra Mundial, y concluido precisamente en 1945. Como se indica en la excelente introducción de Xavier Farré, Salvación consta de dos grandes partes a la manera de los "Cantos de inocencia y experiencia" de Blake, es decir, tan diferentes entre sí como complementarias.
En "El mundo", que en el original se titula "poema naïf", Milosz evoca su infancia en la casa rural de Lituania, país en el que nació el poeta. Se trata de un retrato hecho con pinceladas de la vida en su pueblo natal, en el que la habitual visión del paraíso de la infancia se ve enturbiada por una atmósfera oscura, sutilmente cargada de funestos presagios. Naturalmente, el lector es parte de esta atmósfera: es imposible sustraerse al conocimiento de los hechos, de cuándo y dónde se escribieron estos poemas. Del mismo modo, el poeta apela al lector desde el primer poema, "Prefacio", en el que juega con la ambigüedad de la segunda persona.
"El Mundo" empareja de forma bellísima la memoria de la infancia con poemas de gran hondura filosófica. Permeándolo todo, está la figura del padre, símbolo del misterio de la vida, fuente del conocimiento, protectora en su presencia, terrible en su ausencia.
En la segunda parte, "Voces de la gente pobre", el tono es completamente diferente. El sufrimiento, la inutilidad de la compasión, desconcierto, muerte y desolación. Y por encima de todo, el sentimiento de culpa. ¿Culpa por haber sido testigo? ¿Culpa por sobrevivir? No hay redención posible y el último poema, "En Varsovia", corrobora la idea expresada también en 1945 por el filósofo Adorno: la imposibilidad de la poesía después de Auschwitz.

viernes, 5 de marzo de 2010

Más lecturas breves



Leonid Andréyev, nacido en Moscú en 1971 y muerto en Finlandia hacia el final de la I Guerra Mundial, no está entre los escritores rusos más conocidos en nuestro país. Una de sus obras más conocidas es Los siete ahorcados, que también está en la biblio, aunque yo preferí abrir apetito con este pequeño aperitivo de apenas 70 páginas.
Tiene Los espectros algo que encuentro con gran frecuencia en la literatura clásica rusa, y especialmente en la de los escritores de segunda fila, sin que ese término sirva de menosprecio (se puede ser un escritor excelente, pero junto a Tolstoi, Turguenev o Chejov, siempre estará uno en la segunda fila). Ese algo que tiene es cierto carácter de improvisación, aunque quien lo prefiera puede llamarlo espontaneidad, o incluso pasión. No sé si realmente está ahí, si es algo que cabe achacar a cierto aspectos culturales difíciles de trasladar, o si simplemente me lo imagino. Hace unas semanas, por poner un ejemplo, me ocupaba de Envidia, y no me cabe duda de que su segunda parte era fallida por un exceso de pasión, improvisación, o simplemente, alcohol. Esta novelita, sin embargo, es más redonda, y la improvisación que creo entrever en realidad hace la obra fascinante.
La historia se abre con Pomerántsev, y sabemos que "cuando ya no hubo duda de que [...] había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta que produjo una suma bastante importante (sic) y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada". Así, se trata de una novela, o más bien un relato, sobre la locura. Pronto constatamos, no obstante, que Pomerántsev no es el personaje principal. Éste, de hecho, no existe. Los espectros narra la vida de un pequeño grupo de enfermos mentales, su enfermera y el doctor Sheviriov en una pequeña clínica psiquiátrica privada y casi totalmente aislada del resto del mundo. 
Como acostumbra a suceder con este tipo de historias, bien pronto nos damos cuenta de que la línea que separa la locura de la cordura es más bien difusa. 
"Y mientras bebían se percataban de que la vida sobria que habían llevado hasta entonces no era sino una mentira, un engaño; de que la verdadera vida, la real, estaba allí, en aquellos lindos ojos bajos, en aquellas exaltaciones del sentir y el pensar, en aquel vaso que alguien acababa de romper, derramando sobre el mantel un vino color de sangre."
Pomerántsev, de hecho, lleva una vida apasionante: se codea con santos, se pelea con demonios, y vuela cada noche a su oficina. El doctor, por el contrario, lleva, al margen de la clínica, una vida disoluta en un curioso restaurante llamado "Babilonia", mientras que la enfermera principal está desesperadamente enamorada de él y ve consumirse su vida en una esperanza vana. Petrov, otro de los enfermos, vive en constante alerta, acosado por su madre, con quien nos encontraremos al final de la novela en una tristísima escena, y otro de los enfermos, de quien no llegamos a saber el nombre, se pasa la vida llamando a las puertas pidiendo que las abran.
Una vez más, el lector agradece que haya sido capaz de condensar en un breve relato una historia tan amena, profunda y sobre todo enigmática. Porque de nuevo, como me sucede a menudo con los rusos, uno se pregunta hasta qué punto ha entendido la historia y si una nueva lectura contribuiría al esclarecimiento o a la confusión. Y esto debe entenderse como un elogio. Así es la buena literatura.


Prometíamelas yo muy felices con El Golem, que tanto tiempo llevaba buscando por las bibliotecas. Cuál no sería mi decepción al darme cuenta de que se trata de un libro, ¿cómo decirlo?, demasiado cabalístico. ¡Y yo con dos horas por delante en la biblio, y con todas las lecturas pendientes que me las había dejado en casa (tanto confiaba en Meyrinck)! Pues, ¿qué voy a hacer? Ir a lo seguro. A la letra zeta, a por una novelita de Acantilado. Zweig.
Viaje al pasado es una novela menor en la producción de Stefan Zweig. Sin embargo, el autor austríaco es siempre garantía de novelas bien escritas, perfectamente estructuradas, con personajes bien definidos y sólido argumento. Es una historia donde, a menudo sucede con Zweig, los personajes se debaten entre dar rienda suelta a su pasión y regirse por las convenciones sociales. Cierto es que la historia de un hombre soltero, de origen humilde, que se enamora de una mujer casada con un millonario moribundo no destaca por su originalidad. No obstante, con todos los defectos de Zweig, el de pisar los tópicos más hollados no es uno de ellos. Bueno, supongo que igualmente podría decirse que, de todas sus virtudes, destaca la de hacer que los tópicos más trillados parezcan siempre originales.
Por otra parte, la novela se resiente de una escena, a mi juicio, totalmente irrelevante, como es la del desfile que anticipa los terribles tiempos que se avecinan. Parece que Zweig quiere darle un poco más de empaque a  una novela que no lo necesita. Sin embargo, el pasmoso talento de Zweig para interesar al lector desde la primera línea vuelve a imponerse sobre los defectos de la obra.
A mí, desde luego, me ha salvado la tarde.

jueves, 4 de marzo de 2010

Guerra y lenguaje, de Adan Kovacsics, (3)

En "El Danubio", la cuarta parte de este libro, nos volvemos a encontrar con un relato sobre las devastadoras consecuencias de la imposibilidad de establecer una comunicación significativa entre las personas. Ello es, según el autor nos ha explicado en la tercera parte, resultado de la denigración del lenguaje que ha tenido lugar a lo largo del siglo xx. 
"El Danubio" es una breve, poderosa y trágica historia, muy similar en temática y contenido a Claus y Lucas, de Agota Kristof. Como en el libro de la autora húngara, tenemos aquí una historia situada en la posguerra, con víctimas intentando salir adelante en un mundo en el que el odio sigue latente, y donde un silencio hostil ha sustituido a las balas.
Pero centrémonos en la tercera parte, que es la que da título al libro. En ella se retoma y desarrolla de manera implacablemente lúcida el asunto que se comenzaba a esbozar en el primer capítulo. Ahora se nos explica el proceso de degradación de la lengua por parte sobre todo, aunque no de forma exclusiva, de los medios de comunicación. Vemos cómo la lengua pierde su aspecto mágico en beneficio de su uso instrumental. Kovacsis se refiere a ese uso "mágico" de varias formas: nisterioso, pasivo, adamítico o "desde" el lenguaje, en contraposición a "con" el mismo.
También asistimos a una fascinante descripción del funcionamiento del Archivo de Guerra, cuyo objetivo primordial era "peinar a los héroes", y por el que pasaron nombres como Rilke, Polgar o Zweig. Dicho Archivo comenzó a crecer y a subdividirse en diferentes departamentos, tales como el Grupo Literario, el Grupo de Guías de Campos de Batallas, o el Cuartel de Prensa. Esta sección del libro no tiene desperdicio. Sin embargo, esta parte a mi juicio flojea enormemente hacia el final. El autor pasa de un punto de vista claro, agudo y sagaz, a meterse de lleno en argumentos ideológicos repletos de manidos clichés que no aportan absolutamente nada interesante al lector. ¿A qué viene decirnos ahora lo mala que es la guerra? ¿A qué ridiculizar la figura de Colin Powell con lo que parece un mal remedo de Michael Moore? Lo que es peor es que, gracias al índice de notas, vemos que ha basado alguno de sus argumentos en una palabra cogida al vuelo de un artículo de El País o ABC. La historia es tan reciente que el lector recuerda muchas de las mentiras y tonterías que se dijeron en aquellos días. Si es así como intenta dar fuerza a sus argumentos, me temo que lo único que consigue es que pongamos en perspectiva, cuando no en cuestión, lo que antes tan brillantemente ha argumentado al referirise a los albores del siglo xx.
Kovacsics recurre incluso a la ironía, al referirse al viejo chiste sobre la muerte de Stalin ("¿y ahora quién se lo dice?"), y lo hace con tan mala fortuna que parece no haber entendido en absoluto un chiste tan simple.
No obstante, si dejamos de lado este ataque de tópicos tan políticamente correctos que le da al autor en un desafortunado momento, nos encontramos ante un libro original, inteligente, fascinante e iluminador.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Guerra y lenguaje, de Adan Kovacsics (2)

La segunda parte de Guerra y lenguaje no es sino un relato, o quizá tres, unidos por un vago nexo, sobre el arte y la destrucción del lenguaje. Historias extrañas, donde la incomprensión es la norma por la que se rigen, no sólo los diálogos o las acciones de los personajes, sino la estructura misma del relato. Algo de kafkiano tienen, aunque resulta cansino poner esa etiqueta a todo lo que resulta incomprensble. A mí me han recordado más a los relatos de Alfred Döblin, con una atmósfera densa, pesada, en la que sabes que no vas a penetrar del todo. En "Matuschka", que es como se titula esta segunda parte, leemos la historia de Hubert Matuschka, poeta cuya obra se basa en la misma destrucción de su obra poética. También la de la relación entre M., profesor de inglés y Emmerich Recht, su alumn, cuyo lenguaje burocrático y pseudopolítico resulta siempre delirante y lleva a M. a la locura.
Finamente, la atmósfera de absurdo y digresión alcanza dimensiones apocalípticas en el tercer relato, la historia del actor Thomas Skrein.
"En efecto, resultaba exraño. La reacción de los hombres y de las cosas. Éstas, fuera por su deformidad, fuera por haberse mantenido sorprendentemente intactas, carecían de nombre, y se ofrecían para ser renombradas."

martes, 2 de marzo de 2010

El hombre invisible, de H.G. Wells

Empezamos en mitad del meollo. "El desconocido llegó a pie desde la estación de ferrocarril de Bramblehurst cierto día invernal a primeros de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de espesos copos de nieve". Y nada sabremos de este desconocido, aparte de que es invisible, hasta prácticamente la mitad del libro. 
La vida de Iping, una tranquila ciudad de provincias, se ve alterada por la llegada de dicho desconocido, un hombre envuelto hasta la cronilla en vendas, abrigo, sombrero y gafas de sol. Desagradable, arisco, maleducado y agresivo, hace bien poco por granjearse la amistad de la dueña de la pensión, que no tarda en intentar echarlo. Por si el título no lo hubiera delatado ya, el desconocido siembra el terror al revelarse como un hombre invisible (eso debe de ser una especie de oxímoron), y entonces se ve abocado a una lucha sin cuartel, contra todo y todos, por sobrevivir.
Tan importante como el desconocido, si no más, es la descripción de la vida y las relaciones sociales en Iping, donde cada uno de los personajes ocupa un lugar determinado, desde el vicario hasta el ajustador de relojes, pasando por Marvel el borracho, y resulta interesante que, junto con Griffin, el hombre invisible, es sólo Marvel el que, empujado por las circunstancias, decide rebelarse contra su puesto en la sociedad.
Y a Griffin, ¿qué le empuja a la barbarie en la que al final deviene su aventura? Sabemos poco de su vida hasta el momento, pero él mismo nos informa de que llevó a su padre al suicidio y superó con bastante facilidad los remordimientos. También nos menciona que hubo una mujer a la que amó hace diez años, y que ahora le parece "una persona muy vulgar". Hay un dato, sin embargo, que sorprende por la relevancia que se le da: Griffin es albino. Así, al igual que en El país de los ciegos, nos encontramos de nuevo con un especimen de el otro, el diferente. A diferencia de Núñez, que sabe someterse a las fuerzas externas que lo atenazan, Griffin, el albino, marcado desde la infancia, es incapaz de admitir sus errores (entiéndase, su culpa). Ello, unido a su desmedida ambición, le llevará a la locura.
Huelga decir que la invisibilidad no es la más compleja de las metáforas (como tampoco lo es la de las huellas), pero Wells sabe hacerla funcionar dándole la dosis justa de metafísica: 
"Por fin sólo quedaron de mí las sombras blancas y pálidas de las uñas y la mancha marrón de algún ácido en mis dedos. Intenté ponerme de pie. Al principio me sentí tan inútil como una criatura enfajada. Tenía que valerme de miembros que no veía. Estaba muy débil y tenía mucha hambre. Anduve unos pasos y me quedé mirando a la nada que se reflejaba en el espejo..., la nada, excepto allí donde aún se veía la sombra, más borrosa que la niebla, de un pigmento, tras la retina de mis ojos."
Un libro ameno, impecablemente bien escrito, y con la sencillez y la fuerza que le devuelven a uno la placentera inquietud de sus lecturas de adolescencia.

Guerra y lenguaje, de Adan Kovacsics


Este breve y, de momento, fascinante ensayo se abre con "Crisis del lenguaje". En la primera de las cuatro partes en las que está organizado el libro, nos encontramos con un alumno de instituto (claro trasunto del autor) en la Viena de los años 60 deslumbrado con una frase de su profesor sobre los orígenes de la modernidad. Esa frase se convierte en el mantra del adolescente, momento en el que lo dejamos de lado y asistimos, de la mano de escritores como Hoffmansthal, Musil, Jelinek; poetas como Ingeborg Bachmann, Celan o Heimrad Bäcker; o "intelectuales para todo" como Karl Kraus, que cautivó a toda la intelctualidad vienesa de principios de siglo, al proceso de cuestionamiento, juicio, eventual aniquilación, transformación y rescate del lenguaje como sistema del referencia para aprehender la realidad.
Kovacsis relaciona el inicio de esa crisis del lenguaje en el hundimiento del Imperio Austro-húngaro, y sigue su desarrollo a través de las revoluciones y contrarrevoluciones de la posguerra, hasta llegar a Auschwitz y lo queda después junto a la memoria: la culpa, la vergüenza y la acusación.
"Nuestras montañasson montañas de muertos... Los deportistas de invierno se deslizan por montañas de cadáveres... Y a veces toda esta región huele a carne quemada. "
Dejamos los círculos intelectuales y nos reencontramos entonces con el adolescente. De su mano, y a través de un viaje de atmósfera onírica, vamos a ver al ser humano en el centro de esta crisis del lenguaje.
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